La noche es fría, húmeda. El aliento del mar, espeso y salado, envuelve la ciudad conforme la penumbra se adueña de ella, de nosotros. Luces tenues se desdibujan en la neblina, hileras luminosas interrumpidas por negros espacios, las lámparas de la calle vueltas faros que alumbran el abismo. Aquí somos todos siluetas: almas sin rostro que vagan en perfecto anonimato, perdidas tras el denso velo nacido de las profundidades. La niebla oculta nuestros pecados; la sal nos llama a cometerlos. Azul me espera en el promontorio que se alza junto al mar, aquellas aguas cuyo rugido no deja reinar el silencio. Impasible, se refugia del frío en un grueso abrigo escarlata. Zapatos de tacón la elevan sobre el suelo rocoso e irregular; su cabello índigo está esponjado por la humedad. En la gélida luz de la calle, sus labios pintados con el mismo azur del mar parecen negros, sus ojos dos cuentas vidriosas que me observan conforme emerjo de entre la niebla. "Hola, Azul," le digo. "Hola, tú," me contesta juguetona. "¿Te gusta lo que ves? ¿Me veo guapa?" "Hipnótica. Enséñame el resto." El abrigo se abre con un aleteo, revelando la carne tierna debajo. La mercancía está como debe estar. Elevo mi brazo hacia ella, mi mano extendida mientras de mí se apodera el deseo de rozar aquella superficie suave, aquella piel que yace a la espera de que alguien la haga suya. ¿Cuántas manos la habrán tocado, explorado? ¿Cuántas bocas la habrán besado y mordido, profanado? Dudo que ella misma lo sepa. "Tócame," invita, y extiendo mis dedos hacia su rostro, aún sin tocarla. La tentación es fuerte; resistirla es prueba de fuego. "No," contesto. Mi corazón comienza a latir con fuerza mientras aquel instinto ancestral emerge de las profundidades de mi ser, inundándome, poseyéndome. "Tócame," vuelve a decir, esta vez una orden, sus ojos negros fijos en los míos. "No," el llamado primitivo hace eco en mi cabeza, la sangre caliente extendiéndose a cada rincón de mi cuerpo. Un manto nebuloso recubre mi mente, eclipsando mi lucidez. "¡Tócame!" su voz es una súplica, casi un gemido de angustia, extrañamente seductor. El instinto, el llamado, el deseo se vuelve casi insoportable. Al alcance de mi mano están sus labios tiernos, su cuello grácil, su cuerpo imperioso. Tan cerca, tan fácil. Solamente tendría que estirar mi mano un poco más, sólo un poco… más… "No." Azul me mira con algo que parece frustración. "Ya habrá tiempo para eso," le digo. "Nos esperan. Vámonos." Caminamos en silencio, siguiendo el sendero luminoso a través del vaho oceánico. No pasa un sólo auto, un sólo trasnochado. La ciudad es una tumba; sólo los fantasmas permanecen. "Aquí es," murmuro al llegar. La casa se alza sobre nuestras cabezas, pálida como el marfil, sus ventanas encendidas. Azul toca la puerta. Abre el Gringo. El Gringo no es el gringo; es uno de muchos que vinieron, uno de muchos que vendrán: grotescos, impíos, hinchados de verdes. Su frente está perlada de sudor. Mira primero a Azul y sonríe, diciendo en roto español: "Adelante, guapa. Te esperaba." Me mira a mí y dice: "¿Ahora o después?" En sus ojos veo el mismo instinto ancestral que antes me ha llamado. "Mi parte ahora. Su parte después." Los verdes cambian manos. Cuento mi ganancia y asiento. Azul y el Gringo desaparecen al cerrarse la puerta. Será rápido; los de su tipo no suelen durar mucho. Mi espera se mide en cigarrillos. Fumo uno, luego otro, luego uno más. El humo se disipa en la niebla, indistinguible mi aliento del aliento de la noche. De la casa no sale un sólo sonido, alguna señal de lo que ocurre a puerta cerrada. Está mejorando, pienso. Marcha el tiempo, los minutos. Una hora transcurre y sigo fumando. La noche es fría y pienso en lo que habría sentido de haber tocado a Azul: la calidez, el aroma embriagante de su ser, de su cabello índigo venido de las estrellas. Cuanto es prohibido y peligroso es también seductor. Es fácil para un hombre perderse en ese laberinto, en esa trampa de miel. Algún día volveré a tentar a la suerte. La puerta se abre mientras el último cigarrillo se consume entre mis dedos. Azul sale. "Aquí está el resto," dice entregándome otros tantos verdes. "¿Has tomado algo más?" "Sólo mi parte," dice sonriendo. El hilillo rojo que corre desde sus labios lo confirma. "Espero estés satisfecha." "Lo estaría… si fueras tú y no él." Nos miramos fijamente. Asiento con lentitud, pues la entiendo. "Vámonos." Caminamos mudos, alejándonos de esa casa, donde un par de ojos esperan abiertos un amanecer que jamás verán. La ciudad es una tumba; sólo los demonios permanecemos. |
The night is cold, humid. The breath of the sea, thick and salty, envelops the city as darkness takes hold of her, of us. Dim lights blur in the fog, luminiscent rows interrupted by black spaces, the street lamps turned beacons that light up the abyss. Here we are all silhouettes: faceless souls who Wander in perfect anonymity, lost behind the dense Veil born from the depths. Fog hides our sins; salt calls us to commit them. Azul awaits me on the promontory that rises next to the sea, those waters whose roar does not allow silence to reign. Impassive, she takes refuge from the cold in a thick scarlet coat. High-heeled shoes lift her off the rocky, uneven ground; her indigo hair is fuzzy with moisture. In the icy light of the street, her lips, painted with the same azure of the sea, seem black, her eyes two glassy beads that watch me as I emerge from the fog. "Hello, Azul," I tell her. "Hello, you," she playfully answers. "Do you like what you see? Do I look pretty?" "Hypnotic. Show me the rest." Her coat flaps open, revealing the tender flesh beneath. The merchandise is as it should be. I lift my arm towards her, my hand extended as I am overcome by the desire to touch that soft surface, that skin which lies in wait of someone to make it theirs. How many hands have touched her, explored her? How many mouths have kissed and bitten her, desecrated her? I doubt she herself knows. "Touch me," she invites me, and I extend my fingers towards her face, not yet touching her. Temptation is strong; resisting it is a trial by fire. "No," I answer. My heart begins pounding as that ancestral instinct emerges from the depths of my being, flooding me, possessing me. "Touch me," she says again, this time an order, her black eyes fixed on mine. "No," the primitive call echoes in my head, warm blood rushing to every corner of my body. A hazy shroud covers my mind, overshadowing my lucidity. "Touch me!" her voice is a plea, almost a moan of anguish, strangely seductive. The instinct, the call, the desire becomes almost unbearable. At my fingertips are her tender lips, her graceful neck, her imperious body. So close, so easy. I only have to stretch my hand a little more, just a little… more… "No." Azul looks at me with something resembling frustration. "There will be a time for that," I tell her. "We are awaited. Let's go." We walk in silence, following the luminous path through the oceanic mist. Not a single car passes, not a single nightcrawler. The city is a tomb; only ghosts remain. "We are here," I whisper upon our arrival. The house towers over our heads, ivory pale, its windows lit. Azul knocks on the door. The Gringo receives us. The Gringo is not the gringo; he is one of many who have come, one of many who will come: grotesque, wicked, bloated with greens. His forehead is covered in sweat. He looks at Azul first, and smiles, saying in broken Spanish: "Adelante, guapa. Te esperaba."1 He looks at me and says: "¿Ahora o después?"2 In his eyes I see the same ancient instinct that has called to me before. "My cut now. Her cut after." The greens change hands. I count my earnings and nod. Azul and the Gringo disappear as the door closes. It will be quick; his type don't last long. My wait is measured in cigarettes. I smoke one, then another, then one more. The smoke dissipates into the fog, my breath indistinguishable from the breath of the night. Not a single sound comes out of the house, some sign of what happens behind its closed door. She's getting better at it, I think. Time marches on, minutes. An hour goes by and I keep on smoking. The night is cold and I think about what I would have felt had I touched Azul: the warmth, the intoxicating aroma of her being, of her indigo hair come from the stars. That which is forbidden and dangerous is also seductive. It is easy for a man to get lost in that labyrinth, in that honeytrap. Someday I'll try my luck again. The door opens as the last cigarette goes out between my fingers. Azul steps out. "Here's the rest," she says, giving me a few more greens. "Did you take anything else?" "Just my cut," she smiles. The red trickle running down from her lips confirms it. "I hope you're satisfied." "I would be… if it was you, and not him." We stare at each other. I slowly nod, for I understand her. "Let's go." We walk as mutes, straying far from that house, where a pair of open eyes wait for a dawn they will never see. The city is a tomb; only we devils remain. |