Kira dormía sin dormir. El cálido sol se colaba entre las hojas del ahuehuete, acariciando con ternura aquella miel rojiza que era su pelaje. En sus largos bigotes jugaba el recuerdo de una brisa, la promesa del retorno que pronto emprendería. Estaba en paz.
En su sueño que no era un sueño, Kira recordó la primera vez que había despertado de aquel Otro Lado: había abierto los ojos y descubierto que junto a ella fluía un poderoso río, sus aguas tan severas que habría sido imposible cruzarlas nadando. Sobre su cabeza no brillaba sol alguno, pero tampoco habían estrellas o nubes. El cielo era la nada, una profunda oscuridad que no acababa aún de tragarse al mundo.
Kira no comprendía nada de aquello, ni tampoco sabía dónde estaba su amo. La última vez que lo había visto, sus lágrimas caían sobre el hocico de Kira, su voz hablándole con una extraña mezcla de cariño y angustia. Quizá estaba enfermo, había pensado, y por eso lloraba. ¿Estaba ella enferma? No se había sentido bien desde hacía un tiempo: le había costado respirar, y sus huesos le dolían cuando se movía demasiado o cuando el amo intentaba cargarla. Pero ahora Kira no sentía malestar alguno. En realidad, se sentía mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Si tan solo el amo estuviera ahí para jugar con ella…
Desconcertada, Kira se había sentado a esperar que algo ocurriera. Quizá alguien vendría pronto por ella; el amo y sus padres siempre volvían después de salir un rato. Quien llegó por ella, sin embargo, no era el amo o alguno de sus padres, sino alguien completamente nuevo y, al mismo tiempo, completamente familiar.
Aún en plácido descanso, Kira escuchó pasos que se acercaban a ella. Su cola comenzó a agitarse con emoción, saludando al recién llegado. El extraño ser olía a relámpago y a ceniza, a agua y a viento. Sus ojos negros, llenos de estrellas, parecían contener la noche entera.
"Es casi hora, pequeña," Xolotl habló sin hablar, dando pequeños toques al hocico de Kira. "Esta noche visitarás a tu amo."
Kira se levantó, dando vueltas y tratando de lamer el rostro de Xolotl, quien no se resistió y aceptó el agradecimiento de su pequeña adoradora.
"Vamos, Kira. Dejemos descansar a Tonatiuh."
Kira aulló para despedirse del astro rey. Tonatiuh, dios del sol, le sonrió de vuelta.
Xolotl había guiado a Kira a través de una puerta negra tras la que aguardaba la misma oscuridad bajo la que Kira había despertado, iluminada apenas por velas que ardían con la cosa-brillante-que-muerde-caliente. Xolotl le explicó que aquella luz se llamaba "fuego," y que estaba hecha de la sangre del mismo Tonatiuh. Pero Kira no había puesto atención, porque con Xolotl habían venido a recibirla su Madre y su Padre, sus hermanos y hermanas. Entre ladridos y aullidos de alegría, Kira había pasado un largo rato corriendo y jugando, olvidando el terrible río que estaba más allá, feliz de sentir nuevamente el calor de quienes habían venido al mundo con ella.
Y mientras ellos se reencontraban, Xolotl observaba.
Kira no entendía muy bien qué era Xolotl. Se parecía a ella y a su familia, porque andaba en cuatro patas, porque tenía orejas, cola y hocico. Pero sus pies apuntaban hacia atrás, no hacia adelante como los de ella y sus hermanos. Además, no tenía pelaje y sobre su cabeza usaba una cosa con plumas como si quisiera parecerse a un pájaro. Más raro aún era que Xolotl a menudo se erguía sobre sus patas traseras y caminaba como el amo y los de su especie.
"Soy un dios," Xolotl le había dicho sin decirle. "Y ustedes, los itzcuintli,1 son mis hijas e hijos."
Itzcuintli…
Así que eso era Kira. Eso eran sus padres y sus hermanos. ¿Qué, entonces, era el amo?
"Tu amo y los que son como él son los humanos," había explicado Xolotl. "No son hijos míos, sino los de mi hermano."
Entonces, ¿Dónde estaban los humanos de Kira?
"Arriba," había dicho el dios. "Su tiempo aún no ha llegado."
Siguiendo los pasos del dios, Kira olfateó el aire con curiosidad. El ambiente era festivo en el Mictlán, repleto de luces de veladora y de brillantes colores que adornaban a los celebrantes: los muertos de mil y un eras paseaban despreocupados entre una lluvia de pétalos, bajo las grandes linternas que avivaban aquel lugar de descanso eterno. A la distancia — sentados en colosales tronos de hueso, flores y papel picado — los señores del inframundo guardaban vigilia sobre las incontables almas bajo su cuidado.
No solamente los humanos se divertían. Incontables perros y otros animales corrían de un lado a otro, saludándose. Algunos de ellos estaban solos, formando pequeñas manadas y jugando a perseguirse entre ellos. Otros caminaban tranquilamente junto a espectrales figuras de hueso y ceniza: los humanos a quienes acompañaron en vida.
En el aire flotaba un perfumado aroma a flores e incienso, los olores de la tumba. El suelo estaba completamente cubierto de pétalos de cempasúchil, una inmensa alfombra dorada que se extendía más allá del horizonte, hasta el turbulento río que separaba el mundo de los vivos y el insondable Mictlán. Allá arriba era de noche y, mientras Tonatiuh dormitaba en su profunda caverna, la luna Coyolxāuhqui y las estrellas alumbraban el andar de los mortales.
Kira sabía que esta era una noche especial. Se lo habían dicho el señor Miranda y su esposa, la señora Ida, quienes en vida habían cuidado a su Madre y a su Padre antes de partir hacia la eternidad.
"Cada año cruzamos el gran puente de flores y luz," había contado la mujer que alguna vez fue una anciana, acariciando a Kira en su regazo. "Nos esperan los nuestros, nuestros hijos e hijas, nuestras nietas y nietos. Contamos historias, recordamos los buenos tiempos y reímos juntos aún cuando nuestros amados no pueden vernos. Es una noche milagrosa."
Y así era: los felices muertos festejaban y reían, se abrazaban y contaban chistes. Con lágrimas de alegría se reencontraban con sus amigos y familiares recién llegados, dándoles la bienvenida al descanso eterno. Algunos tocaban música, dando prematuro inicio a la fiesta. Otros imaginaban qué habría este año en sus ofrendas, bromeando con atormentar a sus parientes vivos si faltaba el tequila. Juntos esperaban la hora marcada, cuando el velo entre los mundos sería intangible y sus almas podrían cruzar el río.
Tal era el Mictlán, tierra de los muertos.
"Te preguntas por qué partiste antes," le dijo Xolotl aquella primera noche. "Sé que piensas en ello; todos lo hacen cuando llegan aquí. No entienden aún el orden del Cosmos, las reglas de la vida y la muerte."
Kira yacía a los pies del dios, despierta aún entre su familia dormida. No había sentido aquella calidez desde que era una cachorrita, cuando el amo la eligió de entre toda su camada. Sobre su cabeza, la luna y las estrellas habían comenzado a iluminar el cielo negro y vacío, volviendo al inframundo para dar paso al sol.
"Mira cuanto te rodea, pequeña," continuó el dios. "Estamos en los cimientos de la Creación. En el principio de los tiempos, los dioses dimos forma al mundo, a las plantas y a los animales— a los humanos. De agua y tierra los hicimos, astutos como serpientes, majestuosos como águilas. Mi hermano el viento les dio aliento para que vivieran, y uno de nosotros fue sacrificado para que el sol les diera luz y calor. Pero nos decepcionaron. Cuatro veces nos fallaron, y cuatro veces los castigamos. Las bestias los devoraron; los arrojamos al vacío; los quemamos y ahogamos. Y sol tras sol, las almas de aquellas generaciones vagaron sin rumbo, perdidas por toda la eternidad sin encontrar su camino al inframundo… Hasta que ustedes llegaron."
Xolotl bajó la cabeza, observando a Kira con sus insondables ojos. Aquellos orbes eran tan oscuros, Kira pensó, que parecían cuencas vacías, profundos pozos donde el polvo de estrellas se arremolinaba y cambiaba, dándole a quien los contemplara el saber que jamás habrían obtenido en vida. Así supo Kira que cuanto el dios le decía era verdad: vio los cuatro soles moribundos, los cuatro mundos arrasados, las cuatro generaciones de almas perdidas, condenadas. Vio a los dioses rehacer el Cosmos una y otra vez— sacrificándose y renaciendo para dar vida a un nuevo sol. Y mientras Tonatiuh, quinto y último sol, tomaba su lugar en el firmamento, Kira vio a los primeros de su raza, a las hijas e hijos primogénitos de Xolotl. La voz del dios hacía eco cual trueno.
"De mi carne los creé a ustedes, yo quien fui Nanahuatzin, dios de monstruos y relámpagos, de deformidades y plagas, sirviente del inframundo. Son ustedes mi misericordia para los hombres, Kira. Son ustedes mi regalo para todos quienes han de morir. Los hice puros para que no los corrompieran la maldad ni el sufrimiento. Los hice nobles para que supieran reconocer a quien los merece. Los hice fieles para aguardar largamente. Por eso han de vivir menos, por eso han de partir antes: porque son ustedes emisarios del Mictlán, guías para las almas humanas. Aquí han de esperar a quienes en vida amaron, para guiar sus pasos hacia la eternidad."
Kira bajó la cabeza y gimoteó. Esperar no era divertido. Recordó las largas horas que pasaban casi todos los días conforme el amo y sus padres iban y venían, ocupados en aquellos asuntos inentendibles que afligían a los humanos. Se había sentido sola, aburrida. Ahora, aún rodeada de sus hermanos y hermanas, su corazón se negaba a sentirse solitario, a aguardar aún más para volver a sentir el cariño de su amo. ¿Quién si no él podía entenderla, cubrirla de besos y caricias, esconderla en su habitación largas horas y hacerle un lugar en su cama? Una vida era demasiado, demasiado para volver a verlo, para volver a escuchar su voz y olfatear su aroma, para acostarse en su regazo y estar en paz.
"Nunca es fácil, mi niña," dijo Xolotl, comprensivo. "Pero así como tú has de esperarle, tu amo ahora mismo te extraña, te añora. Ese es el peso que deben cargar él y todos quienes te aman: tu ausencia."
Aún inconforme, Kira comenzó a ladrar. Poco le importaba ser más diminuta que la más pequeña pestaña de Xolotl, o que el dios pudiera incinerarla con un pensamiento: protestó corriendo en círculos, despertando a su familia. Los otros perros se unieron a sus ladridos sin saber muy bien por qué, haciendo tal ruido que podrían haber despertado prematuramente a los muertos.
"Calma, pequeña," suspiró al fin Xolotl. "Aún no te he contado todo."
Kira siguió a Xolotl a la orilla del río, donde el dios fue rodeado por una multitud de perros que esperaban su permiso para cruzar. Entre ellos se encontraba la familia de Kira, quienes la saludaron apenas llegó. Una profunda sensación de anticipación se cernía sobre ellos, nerviosas colas agitándose conforme más y más perros se unían a aquella fantasmal asamblea. Más allá del río sonaba el eco de campanas, el susurro de rezos. Los vivos aguardaban a sus seres amados, la visita de aquellos que hacía tiempo habían partido.
"Es hora, Kira," dijo el dios. "Hace un año llegaste al inframundo. Hace un año moriste. Y esa misma noche, mientras tus amos lloraban tu partida, te mostré aquello que es y será: el vínculo eterno entre perro y humano, entre tú y aquel que te cuidó desde que eras una cachorrita. Te mostré los olores de la ofrenda, las luces candentes que anuncian tu retorno al mundo de los vivos. Esta noche visitarás a quienes amas, a quienes te amaron. Así será cada año, mientras haya aún en la tierra quien te extrañe y recuerde. Y cuando la hora de morir sea la de ellos, recibirás alegre a sus almas, para que te acompañen siempre aquí, en el infinito. ¿Estás lista, hija mía?"
Kira aulló feliz, un coro canino uniéndose a ella mientras, desde el horizonte, los muertos se acercaban en dichosa asamblea, un ejército de almas bendecidas que marchaba hacia el río de la vida y la muerte. Al frente, dos dioses marcaban el paso, dos gigantescos esqueletos vestidos con plumas e incienso: los señores del Mictlán, Mictecacihuatl y su amado Mictlantecuhtli. Mano en mano llegaron al río y, ante la gran muchedumbre, entonaron un canto tan antiguo como el mundo, tan oscuro como la noche, tan hermoso como la vida.
Incontables gargantas se unieron a aquel canto, humanos y animales por igual. Cerrando sus ojos, Kira sintió cómo aquella música la inundaba, llevando su espíritu más allá del río. Sintió en su corazón el calor de velas encendidas, de un hogar que la aguardaba. Olfateó el aroma de su hogar, de los cuartos y patios donde había pasado su vida entera, de aquella maravillosa comida con la que su amo siempre la había consentido. Escuchó las risas de sus humanos, las palabras cariñosas que la acompañaban desde que el sol salía del horizonte hasta que se ocultaba nuevamente tras el mar. Sintió caricias en su pelaje, pequeños besos en la punta de su hocico, el llamado a jugar nuevamente en soleados parques y playas.
Una llama ardió dentro de Kira: la vívida imagen de su amo preparando la ofrenda, colocando su imagen sobre una mullida cama de cempasúchil. En su voz había un rezo a los dioses, a quien quiera que lo escuchara: que le permitieran a su amada Kira volver a su hogar, aunque fuera por una noche.
Sigue su voz. Las palabras de Xolotl flotaron en los oídos de Kira, animándola a dar un paso al frente. Sigue el latir de su corazón, así como él seguirá el tuyo algún día.
Aún aullando, aún con los ojos cerrados, Kira marchó con los muertos. Sus patas tocaron el sagrado puente de flores doradas, el camino de cempasúchil que era bendición y misericordia, remembranza y destino. Siguió las voces de los humanos, los ténues senderos de sueño y humo, dejando atrás, por una noche, el abrazo del Mictlán.
Al fin llegó a la casa, sus puertas abiertas solo para ella. Cruzó el umbral, el pequeño patio donde año tras año había tomado el sol junto a su amo. Se internó en la sala, en la cocina, flotando entre aromas familiares y queridos, hasta la pequeña ofrenda donde su imagen yacía al abrigo de las flamas.
Los otros muertos comenzaban a llegar, los seres queridos de quienes habitaban esa casa, pero Kira decidió no esperarlos. Escaleras arriba aguardaban el amo y sus padres.
Los encontró dormidos, en plácido descanso. En sus rostros había paz, aún si ocasionalmente una pequeña mueca de tristeza les cruzaba el semblante. Kira los observó largo rato y, finalmente, se acurrucó junto al amo, quien aún en sueños rogaba por encontrarla en los más recónditos recovecos de su memoria. De sus ojos brotaba un pequeño rastro de lágrimas. Con ternura, Kira lo tocó con su fría nariz, procurando no despertarlo.
"Kira," murmuró el amo como si sintiera su presencia.
Kira, feliz al fin, lamió sus lágrimas. Estaba en casa.
Kira slept without sleeping. The warm sun shone through the leaves of the ahuehuete, tenderly caressing her reddish-honey fur. On her long whiskers played the remembrance of a breeze, the promise of the return she would soon set herself onto. She was at peace.
In her dream that was not a dream, Kira remembered the first time she had awakened at that Other Side: she had opened her eyes and discovered that a mighty river flowed alongside her, its waters so severe that it would have been impossible to swim across them. No sun shone overhead, but there were no stars or clouds either.
Kira understood none of this, nor did she know where her master was. The last time she had seen him, his tears were falling on Kira's muzzle, his voice speaking to her with a strange mixture of affection and anguish. Maybe he was sick, she had thought, and that was why he was crying. Was she sick? She hadn't been feeling well for a while: she'd had trouble breathing, and her bones ached when she moved too much or when the master tried to pick her up. But now Kira felt no discomfort. Actually, she felt better than she had in a long time. If only the master could be there to play with her…
Puzzled, Kira had sat down to wait for something to happen. Perhaps someone would come for her soon; the master and his parents always came back after going out for a while. The one who came for her, however, was not the master or one of his parents, but someone completely new and, at the same time, completely familiar.
Still in placid rest, Kira heard approaching footsteps. Her tail began to wag with excitement, greeting the newcomer. The strange being smelled of lightning and ash, of water and wind. His black eyes, full of stars, seemed to contain the entire night.
"It's almost time, little one." Xolotl spoke without speaking, nuzzling Kira's muzzle. "Tonight you will visit your master."
Kira got up, running in circles and trying to lick Xolotl's face. He did not resist and accepted the thanks of his little adorer.
"Come on, Kira. Let's give Tonatiuh a rest."
Kira howled at the king aster to say goodbye. Tonatiuh, god of the sun, smiled back at her.
Xolotl had led Kira through a black door behind which awaited the same darkness under which Kira had awakened, dimly lit by candles burning with the glowing-thing-that-bites-hot. Xolotl had explained to her that the light was called "fire," and that it was made from the blood of Tonatiuh himself. But Kira had not paid attention, because with Xolotl had come her Mother and her Father and her brothers and her sisters, all happy to welcome her. Amidst barks and howls of joy, Kira had spent a long time running and playing, forgetting the terrible river that lay beyond, happy to again feel the warmth of those who had come into the world with her.
And all the while, Xolotl watched over them.
Kira didn't quite understand what Xolotl was. He looked like her and her family, because he walked on all fours, because he had ears, a tail and a snout. But his feet pointed backwards, not forwards like hers and her siblings'. He also had no fur and on his head he wore a thing with feathers, as if he wanted to look like a bird. Stranger still was that Xolotl often stood on his hind legs and walked like Master and his kind.
"I am a god," Xolotl had told her without telling her. "And you itzcuintli2 are all my daughters and sons."
Itzcuintli…
So that's what Kira was. That was what her parents and her siblings were. What, then, was the master?
"Your master and those like him are humans," Xolotl had explained. "They are not my children; they are my brother's."
So where were Kira's humans?
"Upstairs," the god had said. "Their time has not yet come."
Following in the footsteps of the god, Kira sniffed the air with curiosity. The atmosphere was festive in Mictlán, full of candle lights and bright colors that adorned the celebrants: the dead of a thousand eras strolled carefree through a shower of petals, under the large lanterns that lit up that place of eternal rest. In the distance — seated on colossal thrones of bone, flowers, and paper — the lords of the underworld kept vigil over the countless souls in their care.
Not just the humans were having fun. Countless dogs and other animals ran amok, greeting everyone. Some of them were alone, forming small packs and playing tag with each other. Others walked calmly alongside ghostly figures of bone and ash: the humans who they accompanied in life.
A perfumed scent of flowers and incense hung in the air, the smells of the grave. The ground was completely covered with cempasúchil petals, an immense golden carpet that extended beyond the horizon, to the turbulent river that separated the world of the living and the unfathomable Mictlán. Up there it was night and, while Tonatiuh dozed off in his deep cavern, the moon Coyolxāuhqui and the stars illuminated the wandering mortals.
Kira knew this was a special night. She had been told so by Mr. Miranda and his wife, Mrs. Ida, who in life had cared for Kira's Mother and Father before leaving for eternity.
"Every year we cross the great bridge of flowers and light," the woman who had once been elderly had recounted, caressing Kira on her lap. "We are awaited by our own, by our sons and daughters, by our granddaughters and grandsons. We tell stories, reminisce about the good times, and laugh together even though our loved ones can't see us. It is a miraculous night."
And so it was: the joyous dead celebrated and laughed, hugged each other and told jokes. Weeping tears of joy they were reunited with their recently arrived friends and family, welcoming them to eternal rest. Some played music, prematurely starting the party. Others imagined what would be in their ofrendas this year, joking about tormenting their living relatives if tequila was missing. Together they waited for the marked hour, when the veil between the worlds would be intangible and their souls could cross the river.
Such was Mictlán, land of the dead.
"You wonder why you left so soon," Xolotl had told her that first night. "I know you think about it; everyone does when they get here. They don't yet understand the order of the Cosmos, the rules of life and death."
Kira lay at the god's feet, still awake among her sleeping family. She hadn't felt such warmth since she was a puppy, when the master chose her out of her entire litter. Above her head, the moon and stars had begun to light up the black and empty sky, returning to the underworld to make way for the sun.
"Look around you, little one," the god continued. "We are at the foundations of Creation. At the beginning of time, we gods shaped the world, the plants and the animals— the humans. We made them from water and earth, as cunning as serpents, as majestic as eagles. My brother, the wind, gave them breath so they would live, and one of us was sacrificed so that the sun would give them light and warmth. But they disappointed us. Four times they failed us, and four times we punished them. Beasts devoured them; we threw them into the void; we burned and drowned them. And sun after sun, the souls of those generations wandered aimlessly, lost for all eternity without finding their way to the underworld… Until you came."
Xolotl lowered his head, staring at Kira with his unfathomable eyes. Those orbs were so dark, Kira thought, that they resembled empty sockets, deep wells where stardust swirled and shifted, giving whoever beheld them knowledge they would never have gained in life. Thus Kira knew that what the god told her was true: she saw the four dying suns, the four devastated worlds, the four generations of lost, damned souls. She saw the gods remake the Cosmos over and over again— sacrificing themselves and being reborn to give life to a new sun. And while Tonatiuh, the fifth and last sun, took his place in the firmament, Kira saw the first of her race, the firstborn sons and daughters of Xolotl. The voice of the god echoed like thunder.
"From my flesh I created you, I who was Nanahuatzin, god of monsters and lightning, of deformities and plagues, servant of the underworld. You are my mercy for men, Kira. You are my gift to all who must one day die. I made you pure so that you would not be corrupted by evil or suffering. I made you noble so that you would know how to recognize those who deserve your love. I made you faithful so you could endure a long wait. That is why you must live less, that is why you must leave earlier: because you are emissaries of Mictlán, guides for human souls. Here you must await those you loved in life, to guide their steps towards eternity."
Kira lowered her head and whimpered. Waiting wasn't fun. She remembered the long hours that passed almost every day as the master and his parents came and went, busying themselves with those incomprehensible matters that afflicted humans. She had felt lonely, bored. Now, though surrounded by her brothers and sisters, her heart refused to be lonely anew, to wait any longer to feel her master's affection again. Who if not he could understand her, cover her with kisses and caresses, hide her in his room for long hours and make a place for her in his bed? One life was too long, too long to see him again, to hear his voice anew and smell his scent, to lie on his lap and be at peace.
"It's never easy, my child," Xolotl said understandingly. "But just as you have to wait for him, your master misses you right now; he longs for you. That is the weight that he and all those who love you must carry: your absence."
Still unhappy, Kira began to bark. It mattered little to her that she was tinier than Xolotl's smallest eyelash, or that the god could incinerate her with a thought: she protested by running in circles, waking her family. The other dogs joined in, barking without really knowing why, making such noise that they might have prematurely awakened the dead.
"Easy, little one," Xolotl finally sighed. "I haven't told you everything yet."
Kira followed Xolotl to the riverbank, where the god was surrounded by a mob of dogs waiting for his permission to cross. Among them was Kira's family, who greeted her as soon as she arrived. A deep feeling of anticipation hung over them, nervous tails wagging as more and more dogs joined the ghostly assembly. Beyond the river the echo of bells sounded, the whisper of prayers. The living awaited their loved ones, the visit of those who had long since departed.
"It is time, Kira," the god said. "A year ago you came to the underworld. A year ago you died. And that same night, while your masters mourned your departure, I showed you what it is and what will be: the eternal bond between dog and human, between you and the one who took care of you since you were a puppy. I showed you the smells of the ofrenda, the candid lights that herald your return to the world of the living. Tonight you will visit those you love, those who loved you. So it will be every year, as long as there is still someone on earth to miss and remember you. And when the time to die is theirs, you will receive their souls, so that they accompany you here, in infinity. Are you ready, my child?"
Kira howled happily, a canine chorus joining her as, from the horizon, the dead approached in blissful assembly, an army of blessed souls marching toward the river of life and death. At the front, two gods marked the pace, two gigantic skeletons dressed in feathers and incense: the lords of Mictlán, Mictecacihuatl and her beloved husband Mictlantecuhtli. Hand in hand they reached the river and, before the great crowd, sang a song as old as the world, as dark as night, as beautiful as life.
Countless throats joined in the chant, human and animal alike. Closing her eyes, Kira felt the music wash over her, carrying her spirit beyond the river. She felt in her heart the warmth of burning candles, of a home waiting for her. She sniffed the aroma of her house, of the rooms and patios where she had spent her entire life, of that wonderful food with which her master had always spoiled her. She listened to the laughter of her humans, the affectionate words that accompanied her from the moment the sun rose from the horizon until it hid again behind the sea. She felt caresses on her fur, little kisses on the tip of her nose, the call to play again in sunny parks and beaches.
A flame burned within Kira: the vivid image of her master preparing the ofrenda, placing her image on a soft bed of cempasúchil. In his voice was a prayer to the gods, to whoever would listen: to allow his beloved Kira to return home, if only for one night.
Follow his voice. Xolotl's words floated into Kira's ears, encouraging her to step forward. Follow his heartbeat, just as he will one day follow yours.
Still howling, her eyes still closed, Kira marched with the dead. Her paws touched the sacred bridge of golden flowers, the path of cempasúchil that was blessing and mercy, remembrance and destiny. She followed the voices of the humans, the faint trails of sleep and smoke, leaving behind, for one night, the embrace of Mictlán.
At last she reached the house, its doors open only for her. She crossed the threshold, the small patio where year after year she had basked in the sun with her master. She entered the living room, the kitchen, floating between familiar and beloved aromas, until she reached the small ofrenda where her image lay sheltered by candles.
The other dead were just arriving, the loved ones of those who lived in that house, but Kira decided not to wait for them. Upstairs, the Master and his parents were waiting.
She found them asleep, in placid rest. There was peace on their faces, even if occasionally a small grimace of sadness crossed their brows. Kira watched them for a long time and, finally, snuggled up next to her master, who in his dreams still prayed to find her in the deepest recesses of his memory. A small trail of tears flowed from his eyes. Tenderly, Kira touched him with her cold nose, trying not to wake him.
"Kira," the master murmured as if sensing her presence.
Kira, happy at last, licked away his tears. She was home.