Dicen que las matanzas siempre son buenas. Que la sangre del inocente, del profesor y del retenido, del cabro que se salió de su casa a las tres de la mañana porque su papá le reventaría el culo a patadas si descubría que estaba pololeando con la hija de un marica izquierdista, y juraba que si pasaba por el callejón de Burgos con Castillo Urizar no lo iban a ver, pero el cabo Urita, que se estaba fumando un pucho dos esquinas norte, lo vio al cabro, y le grito, pero el cabro siguio corriendo, cagado de miedo, asi que el cabo levanto el rifle y abrio fuego, y quizá estuviera a cien metros o más, pero a poco le importa eso la danza de una bala cuando te corta los muslos como el cuchillo de un carnicero, cuando te perfora los pulmones, y te quita el aire como con tu primer beso, que te destroza el cuello, y la aorta, como una culebra, te desparrama la sangre como amrita en el suelo. Y luego crece el pasto y la margarita y la ruda en el piso, y el cabo Urita saca el cuerpo y lo pone en parte de atrás de una furgoneta, arriba de una lona y unos diarios viejos para que no se manche tanto, y mientras el cuerpo pasa de casa en casa, al cabo le dan una medalla, y al cuerpo le plantan una bolsita de coca, y así todo lo bueno termina bien.
Pero el error del matador es que jamás le ha preguntado al cadáver si le gusto el sable en el pecho, el martillazo en el ojo, o la presión de la soga en la garganta. Aquí simplemente miramos al otro lado, y bam, llega el cheque, y quizá el viejito del quiosco ya no está con nosotros, y quizá se lo llevaron al Nacional, o a la Grimaldi, o capaz que hasta llegó a Chillán el malnacido, y quizá ahora mismo le esten sacando las uñas con un fierro, o le esten metiendo ratas vivas por el ano, pero treinta lucas son treinta lucas, y te pasas para el Mercado Central y compras papas y apio y manzanas y porque no puerro pal’ consomé, tenemos plata de más, y te pasas al mercado pesquero, y agarras pejerrey y un chupe de jaibas, y un poco de piure, y le llevas flores a la Carmencita, unas bellas peonías, y a ella le encantan, y todo culmina en una bella cena y el mejor coito en meses, porque la Carmencita necesita de alguna forma sacarse la idea de que sabe de dónde salió la plata, porque se lo dijo la vecina de la casa doce, la fisgona, y uno de estos días a ella también le llegará el día de la guillotina, pero no hoy.
Las matanzas pasan por causas justas, o al menos eso le dijeron a los adigueses, y a los ubijos, y a los abasios, cuando el Imperio Ruso atravesó Chechenia y sacó a los karachais y a los balkaros de sus villas, que se las quemaron, y atacando bajo el velo de la noche, agarraban a los niños y a los viejos, y los tiraron al Mar Negro, y a las mujeres las volvieron mueble y trofeo, y al pobre maldito que tuvo el descaro de sobrevivir, el que le lloró a Tolstoy y a Victoria, ese hombre descubriría, cuando todo bote de transporte hacía un mejor mundo se hundía bajo la ola tormentosa, que el El Que Todo Lo Ve no lo estaba mirando ese día. Le dijeron eso también al niño Bóer que murió de hambre en los campos de concentración de Bloemfontein, y también al profesor de historia en Jeju que fue sacado de su aula por los hombres bajo Sungman Rhee, y fue muerto a palos, y también le dijeron eso a mi tío, que fue arrestado como capataz de mina con tres docenas de trabajadores bajo su mando y fue devuelto tuerto meses después, con docena y media de trabajadores todavía a su servicio, de los cuales ocho más fueron devueltos con dedos menos y los cerebros hechos pasta, y un trauma que siguió con sus hijos y nietos, y del resto, causa justa.
A veces el matador dice que las matanzas simplemente no pasan. Que son inventos de la izquierda para hacer ver mal a la derecha, o inventos de la derecha para hacer ver mal a la izquierda. Dicen que las matanzas son una cosa de números, y cuando los carabineros abrieron fuego en Puerto Montt, y mataron a once, incluyendo al pequeño Robinson, de tres meses de edad, Pérez Zujovic, el ministro del interior, lo clasifico de un lastimoso accidente, pero no una matanza, ignorando a los otros setenta heridos, y a las familias, que no recibirian compensación hasta mucho después, cuando Zujovic ya estaba muerto, no por la edad o la enfermedad, sino en Providencia, mientras conduce su bonito Mercedes Benz con su bonita hija al lado, bajo el mando de cinco hombres con metralletas, reventado a tiros como a Sonny Corleone en El Padrino. Pero no sería una matanza tampoco, es una sola víctima, y también fue una sola víctima cuando acribillaron a uno de los metralleteros, aunque terminó siendo una matanza pero no en papel, porque el hermano del acribillado se pegó un tiro el mismo dia, y otro de los metralleteros fue directo al cuartel general de investigaciones, y baleó a tres, y con un bastón de dinamita en la mano, reventó el cuartel entero. Y esa no era matanza, ojo, es tragedia, es una insensatez, es un atentado. Y Zujovic hoy día es mártir, con estatuas de él en las plazas, y los metralleteros son criminales, cuyos nombres ya nadie recuerda. Y los medios hablan de ellos como cosas, y las cosas no importan, porque la muerte de una cosa no es matanza.
Matanza es una palabra que simplemente existe, y que hace ruido en la jeta hasta que de verdad la comprendes, porque que diferencia hay entre la muerte de un obrero o un papelero y la de un puerco o un borrego para el hombre que no se interesa en ninguna? Y así, los abogados del Barrio Alto, esos hombres que van de terno y corbata, y llevan maletas llenan de papeles que no leen, y compran el periodico, el buen Mercurio, y leen las cifras siempre cambiantes del Dow Jones, pero no sus casos y anotaciones, y después de hacer hora en la corte, o en sus pequeñas oficinas, se van a un café con piernas, y siguen pretendiendo que no son los niños en cuerpos de adultos que en verdad son, estos son los que siguen sus vidas sin pensar en Arturo Videla o en Eustaquio Dominguez, que fueron matados a tiros a tres cuadras del Colegio de Abogados, ahí en los callejones feos cerca de Plaza de Armas, y la sangre seca le daba la fama de calle de mala muerte, de lugar maldito, de zona de misfortunios, pero la gente caminaba distraída, como si a las cuatro y treinta y cinco no hubieran desaparecido dos almas, y se hubieran unido a las miles que ya no están. Poco y nada importa el animal faenado. El puerco hecho asado de tira. El mugido de una vaca flaca cuando le llega la hora. Y así sin más, a las nueve y cuarto llegan los de limpieza ciudadana, y ya de la sangre no queda nada, y de la matanza ya no se habla.
Dicen hartas cosas de las matanzas. Deberían decir más.
They say massacres are always good. That the blood of the innocent, of the professor and detained, of the kid who left his house at three in the morning because his father would break his ass with kicks if he discovered he was dating the daughter of a leftist fag, and he swore that if he went down the alleyway in Burgos with Castillo Urizar he wouldn’t be seen, but private Urita, who was smoking tobacco two corners to the north, saw the kid and yelled, but the kid kept running, shitting bricks, so the private raised his rifle and opened fire, and maybe he was a hundred meters away or more, but little does the bullet dancing cares of distance when it cuts through your thigh like a butcher’s knife, when it perforates your lungs, and it takes your breath away like your first kiss, that destroys your neck, and the aorta, like a snake, spreads the blood like amrita upon the ground. And then the grass and the daisy and the rue grows from the floor, and private Urita grabs the body and throws it in the back of the truck, on top of a tarp and some old newspaper so that it doesn’t stains as much, and while the body passed from house to house, the private receives a medal, and the body receives a bag of coke, and so everything that starts well ends well.
But the mistake of the massacrer is that he’s never asked the cadaver if they liked the saber on the chest, the hammer on the eye, the pressure of the rope on the throat. Here we simply look the other way, and bam, the check arrives, and maybe the old man from the kiosk isn’t with us anymore, and maybe they took him to National, or to Grimaldi, or maybe he even got to Chillán the motherfucker, and maybe right now they’re removing his nails with an iron, or they shoving live rats through his rectum, but thirty bucks are thirty bucks, and you go to the Central Market and you buy potatoes and celery and apples and why not leek for the consomme, there’s enough money, and you go to the fishing market, and you get silverside and blue crab chupe, and a bit of pyura, and you bring flowers to Carmencita, some beautiful peonies, and she loves them, and everything ends in a beautiful dinner and the best coitus in months, because Carnecita needs some way to remove the idea that she knows where the money came from, because the neighbor from house twelve told her, the snoop, and one of these days she also will walk to the guillotine, but not today.
Massacres happen because of just causes, or at least that’s what they told the circassians, and the ubykhs, and the abazins, when the Russian Empire crossed Chechnya and took the karachai and the balkars from their villages, and they burned them, and attacking under the veil of night, grabbed kids and the elder, and threw them into the Black Sea, and the women became furniture and trophy, and the poor bastard who had the gall of surviving, he who cried to Tolstoy and Victoria, that man would discover, when every transport boat towards a better world would sink under the stormy wave, that He Who Sees All wasn’t looking his way that day. They told that too to the boer kid who died of hunger in the concentration camps of Bloemfontein, and also to the history teacher in Jeju who was taken from his classroom by the men of Sungman Rhee, and was beaten to death, and they also told that to my uncle, who was arrested as foreman of a mine with three dozens of works under his supervision and was brought back blind in one eye months later, with dozen and a half workers still under his supervision, of which eight more were returned with less fingers and the brains made pudding, and a trauma that continued with their sons and grandsons, and of the rest, just cause.
Sometimes the massacrer says massacres simply do not happen. That they’re inventions of the left to make the right look bad, or inventions of the right to make the left look bad. They say massacres are a thing of numbers, and when the gendarmerie opened fire in Puerto Montt, and they killed eleven, including little Robinson, three months old, Pérez Zujovic, ministry of the interior, classified it as a saddening accident, but not a massacre, ignoring the other seventy injured, and the families, who would receive no compensation until much later, when Zujovic was dead already, not due to age or illness, but in Providencia, while he drove his pretty Mercedes Benz with his pretty daughter to the side, by five men with machine guns, riddled with bullets like Sonny Corleone in the Godfather. But it wasn’t a massacre either, it’s a single victim, and it was also a single victim when they killed one of the machinegunners, although it ended up a massacre but not in paper, because the brother of the machinegunner shot himself that same day, and another machinegunner went directly to the main office of investigations, and gunned down three, and with a stick of dynamite in hand, exploded the whole office. And that wasn’t a massacre, careful, it was tragedy, it was insanity, it was outrage. And Zujovic today is a martyr, with statues of him in plazas, and the machinegunners are criminals, whose names nobody remembers. And the media speaks of them as things, and things don’t matter, because the death of a thing isn’t massacre.
Massacre is a word that simply exists, and it makes noise in the head until you really understand it, because what difference is between the death of a worker or a paper collector and that of a pig or a sheep to the man who cares about neither? And so, the lawyers of Barrio Alto, those men of suit and tie, who carry briefcases full of papers they don’t read, who buy the newspaper, that good Mercurio, and read the always changing numbers of the Dow Jones, but not their cases and annotations, and after making time in court, or in their little offices, they go to a stripper cafe, and keep pretending they’re not the kids in adult bodies that they truly are, those who keep going with their lives without thinking of Arturo Videla or Eustaquio Dominguez, who were killed three streets from the lawyer school, there in one of those ugly alleys near Plaza de Armas, and the dry blood gave it fame of a bad-end street, of a cursed place, of zone of misfortune, but the people walked by distracted, as if at four and thirty five two souls hadn’t been made to disappear, and had reunited with the thousands that aren’t there anymore. The slain animal matters very little. The pork made short ribs. The bellows of a famelic cow when it’s their time. And just like that, at nine and fifteen public cleaning arrives, and the blood is gone, and the massacre stops being talked about.
They say a lot about massacres. They should say more.