Hablé con la Serpiente en el salar.
Me senté sobre los huesos blanquecinos del pasado, sobre el esqueleto semienterrado que vino buscando agua y se hundió en un mar de luto. La luz del astro albo desdibujaba el horizonte más allá del terrible cielo azul como una eterna línea perlada, como una frontera de humo claro nacido de la pipa de un fumador que se sueña dios.
La sal me abrasaba los pies descalzos, devorando mi piel hasta que la sangre manaba y se regaba sobre el ardiente desierto de cristal. A mi paso quedaron huellas rojas, un camino ferroso que lleva a ningún lado.
La Serpiente reptó hasta mí. Sentí pena por ella, pues no tenía pies para andar sobre la sal, solo aquel vientre blando que debía arrastrar por el sediento llano blanco, sobre los afilados cristales que le arrancaban las escamas y se bebían su sangre. Era aquel rastro como una dolorosa extensión de ella misma, una enorme Serpiente roja cuya forma sanguinolenta se extendía infinita como el mismo salar. Llegó ante mí y en sus ojos vi agonía, pues la sal reclama sal – pero las serpientes no conocen el llanto. Por ello la dejé enroscarse en mis piernas. Por eso hube de llorar por ambos mil lágrimas de fuego, mil gotas que tatuaron mi rostro reseco y marchito en su urgencia por ser engullidas por el desierto, deseosas de unirse a aquella sal que ya había devorado al mundo.
Lloré hasta que mis ojos fueron piedra y mi lengua fue ceniza. Habló entonces la Serpiente, frotando sus heridas en mi piel desnuda. Su sangre fría llegó a mis pies desollados y se mezcló con mi carne carmesí.
"Aquí solo hay tristeza," silbó la Serpiente con su lengua bífida. "Alguna vez esto fue un océano de lágrimas, un vertedero de sueños rotos. Los ríos de sollozos que manaban de cada corazón herido aquí hacían asamblea, contando historias de amores fallidos y oraciones ignoradas. El agua llegaba más allá del cielo, porque pensábamos que así el llanto mojaría los pies de Dios. Quizá así – al fin – Él escucharía nuestros rezos, nuestros llantos. Eso fue entonces."
"¿Y ahora?" pregunté con la garganta arrasada.
"Ahora solo quedan los restos de ese dolor: una costra blanca que se tuesta bajo el sol, un lecho marino muerto en el que solo los fantasmas nadan. Antes fuimos marineros; los sollozos eran el viento que hinchaba nuestras velas, y los rezos el oleaje sobre el cual navegábamos. Ahora somos náufragos que marchan sobre la sal, penitentes que viven añorando el mar."
"Un mar de angustia."
"Mejor aquello que esto; mejor un mar que un salar. El mar nos mece, nos arrulla en su vaivén, nos otorga descanso cuando nos hundimos en sus profundidades. Pero el salar quema la piel como la tristeza quema el alma. Nos desuella y nos azota, nos reseca y nos consume – porque la sal es sed y nada más, voraz e insaciable, como los corazones que la alumbraron."
Nos quedamos en silencio, contemplando el indiferente azul del cielo, aquel lienzo vacío donde no pasaba nube alguna. Inclemente, el sol reinaba.
I spoke with the Serpent in the salt flat.
I sat on the bleached bones of the past, on the half-buried skeleton that came looking for water and sank in a sea of grief. The light of the white aster blurred the horizon beyond the terrible blue sky like an eternal pearly line, like a frontier of clear smoke born from the pipe of a smoker who dreams of himself as God.
The salt burned my bare feet, eating away at my skin until blood flowed and spread over the burning crystal desert. In my wake I left red footprints, a ferrous road to nowhere.
The Serpent slithered towards me. I felt sorry for her, for she had no feet to walk on the salt, only that soft belly that she had to drag across the thirsty white plain, over the sharp crystals that tore off her scales and drank her blood. That trail was like a painful extension of herself, an enormous red Serpent whose sanguine form extended infinitely like the salt flat itself. She came before me and in her eyes I saw agony, because salt demands salt – but snakes do not know how to weep. That is why I let her coil around my legs. That is why I had to cry a thousand tears of fire for us both, a thousand drops that tattooed my dry and withered face in their urgency to be swallowed by the desert, eager to join the salt that had already devoured the world.
I cried until my eyes were stone and my tongue was ash. Then the Serpent spoke, rubbing her wounds on my bare skin. Her cold blood reached my flayed feet and mixed with my crimson flesh.
"There is only sadness here," she hissed with her forked tongue. "Once this was an ocean of tears, a dumping ground of broken dreams. The rivers of sobs that flowed from every wounded heart were gathered here together, telling stories of failed loves and ignored prayers. The water reached beyond the sky because we thought that way the tears would wet God's feet. Maybe that way – at last – He would listen to our prayers, to our cries. That was then."
"And now?" I asked with my ravaged throat.
"Now only the bones of that pain remain: a white crust that simmers under the sun, a dead seabed in which only ghosts swim. Once we were sailors, the sobs the wind which filled our sails, the prayers the waves over which we navigated. Now we are shipwrecked castaways who walk on salt, penitents who bleed out while dreaming of the sea."
"A sea of anguish."
"It was a better thing than this; a sea is better than a salt flat. The sea rocks us, lulls us in its sway, gives us rest when we sink into its depths. But the salt flat burns the skin like sadness burns the soul. It flays and scours us, it robs us of our water and consumes us – because salt is thirst and nothing else, voracious and insatiable like the hearts that gave birth to it."
We remained silent, contemplating the eternal blue of the sky, that empty canvas where no cloud passed. Inclement, the sun reigned.