Ya van cincuenta años de la dictadura, y todavía se sienten pesados. Recién hace una semana mandaron a arrestar a los culpables del cruel asesinato de Víctor Jara, importante cantautor populista de la época de Allende, cuyas manos y lengua fueron mutiladas, quien fue obligado a seguir tocando, a seguir cantando, y luego lo desfiguraron a bala limpia, bala que da muerte a la libertad, al derecho a vivir en paz. Y de los culpables, dos se echaron a la fuga, y uno se colgó en su celda. El presidente calificó a los asesinos de cobardes, y ya ignorando la obviedad, ¿Cómo no simplemente resignarse a seguir caminando, tirando el periódico de lado, usarlo para envolver pescado, o poner debajo del arenero del gato para que no se pase el meado? ¿Cómo no encontrar ironía en dicha injusticia?
¿Dónde estuvo el arresto hace treinta años, cuando volvió la democracia, y Alwyn se jactaba de su importancia, mientras le perdonaba la vida a todo carnicero, a todo violador? Donde estuvo la justicia hace veinte, cuando Pinochet dio un último respiro, y así el miedo bajó y volvió a reinar esta supuesta paz, y Bachelet prometió tiempos mejores, y grande la primera presidenta mujer, pero ¿Y llegó? Diez años después, estaría de vuelta Bachelet, y la gente empezó las revueltas por las AFP, sistemas de pensiones puestos durante la época de Pinochet, que jamás apoyaron al pueblo; gracias a la inequidad económica, nadie se puede jubilar tranquilo. Y ahora, diez años después de esos diez años, aquí estamos. Poco ha cambiado.
Es difícil explicar cómo me siento acerca de la dictadura. Es frustrante, es agotador, es lo de siempre. Es tanto una herida sangrante como un recuerdo lejano. Algo invisible, pero que está ahí, en la mente de todos, y el hombre camina y la mujer sigue su vida, pero todo político, todo estudiante, todo profesor y militante piensa en ello que se fue, pero sigue ahí, espuma marina que desaparece mientras más uno se aleja de la playa, y se van las gaviotas, vuelan lejos, lejos porque ya no hay que comer y, ¿cuándo volverán? ¿Quieren volver siquiera, o se quedarán en tierras lejanas, desplazados por el cazador y el trampero? No las culpo. ¿Quién volvería a una tierra de volcanes, de bombas cuyo tic-toc todavía resuena a través de las delgadas paredes de este país que llamamos hogar?
Me pregunto cómo verá la gente de fuera la situación de este país irremediablemente afectado. ¿Sabrá el ecuatoriano de la deuda histórica, de cómo los profesores fueron robados de sus sueldos, y cuarenta años después todavía no hay justicia? ¿Sabrá el austriaco de la discoteca, el campo de tortura único para mujeres en donde fueron violadas día y noche, la música disco y el sucio rock-and-roll encubriendo el sollozo y la blenorragia? Sabrá el estadounidense sobre las juntas entre Kissinger y Pinochet, sosteniendo un cóctel en mano mientras veían el país arder— No, ¿qué país? El puto mundo ardió, y al tiempo en que el comunista se rendía y era baleado en Chile, el fuego y el napalm consumían Vietnam, y Laos, y Camboya se tiñó de rojo, y estos bastardos al otro lado del mundo, jubilosos. ¿Lo sabes, lector, o es tu primera vez? No te culpo ni te juzgo si es así. Hay una primera vez para todo.
La dictadura es un tema complicado de analizar. Ya pasando cincuenta años, quizá los militares no estén en las calles, y la gente no es baleada por ellos, y ya no hay dictador sino votaciones generales, pero el viejo diputado piensa todavía que la gente no murió desangrada en ese entonces, y el presidente es encarado por los desaparecidos, y el dinero es perdido. Y mientras subcomandante de carabineros es descubierto como torturador y se descubre que ha robado mil millones desde el ‘78, y tiene tantas casas y tantos autos, y fundó una universidad privada, y tiene acciones en una aerolínea nacional. Así se investiga y se descubre que el sobrino de una celebridad ayudó a robar la plata, y se descubren listas y anotaciones, comentarios de gente que siempre supo, pero tuvo miedo de hablar, o que siempre supo, y se le pasó un billete o dos y se le olvidó contarle a la fiscalía. Así se van desenmarañando los hilos hechos bolilla y uno se da cuenta que la dictadura sigue viva, sigue respirando, y quizás esté en un coma, y su cerebro esté muerto, y no le quede más que morir, pero de que vive, vive, y se siente en la carne de todos los chilenos, estén o no en Chile.
¿Qué queda a futuro, entonces, para mí – para el chileno promedio, para el extranjero que desea justicia para el mundo, para ti lector? No lo sé, la verdad; nunca he sido optimista, y pienso que todavía faltan varias décadas más para que se haga justicia, si es que alguna vez se logra. Lo único que sé es que la dictadura jamás morirá, y quedará como una mancha en la historia de la nación, un borrón raro que va a quedar ahí por siempre, andamios sobre este hogar que jamás serán removidos, porque el militar nos convenció de que el sostén del país no es tan bueno, y ahora las fundaciones se han podrido por dentro, y de verdad que no sabemos cómo sacar los andamios, y parchamos sin remover la madera podrida, y terminamos eligiendo ignorar que están ahí, pecando por indiferencia.
Aun así, sé que todavía combatimos contra el atropello, sea batalla perdida o no, y a pesar de que el vil vive y muere libre, eventualmente la madera podrida colapsará del todo, y quizá el hogar colapse, o quizá no, pero seremos libres — y si colapsa, tendremos que reconstruir juntos, y quizás esta vez hagamos bien el trabajo, y no decaigamos en malparchar lo roto, esperar a que un gobierno siguiente sepa qué hacer con la ruina y el escombro. Yo sé que pasara esto, aunque no se cuándo, ni como estemos parados en ese entonces. Lo que sé es que estaré allí para ayudar. ¿Seré el único, o estarás allí para ayudar?
Desperté de madrugada y vi en las noticias un encabezado. “Víctor Jara: Sentencian a militares por el secuestro y homicidio del cantautor chileno.”
La noticia me hizo feliz, pero no fue la felicidad de quien recibe un regalo, o la de a quien abraza a un ser querido. Fue la felicidad que nace como agua de una piedra, la extraña semilla que echa raíces en el yermo dolor de las heridas mal cicatrizadas. Víctor Jara, aquel hombre de paz que fue injustamente inmolado en el altar del nuevo orden que tomó a su país – a su continente entero – el orden que se jactaba de ser progreso y solo nos dio un terror encarnado en miles de torturados, desaparecidos y asesinados. Víctor Jara, aquel músico cuyas melodías jamás he oído, cuya voz me es desconocida y a la vez tan íntima, porque era la voz de una generación entera que se perdió en un mar de sangre. Víctor Jara, aquel poeta a quien se dice que le rompieron las manos para que no pudiera tocar la guitarra y que le cortaron la lengua para que no cantara más, a quien le metieron dieciséis tiros pero que incluso así no perdió la voz ni el alma – porque él ya era inmortal.
Veinticinco años de cárcel le han dado a cada uno de sus asesinos, a cada uno de los soldados que vieron en sus palabras una amenaza, en su aliento un vendaval capaz de derribar la montaña de violencia y represión que ellos construían. Con sus balas quisieron callarlo, quisieron reducirlo a carne ensangrentada y sin nombre, pero solo lograron convertirlo en más que un hombre.
Al despuntar el alba sabré que uno de aquellos criminales, aquel cuya arma tenía el calibre con el que se labraron las heridas de muerte en el cuerpo de Jara, se ha suicidado para no pasar lo que restaba de su vida en prisión. Cobarde, pienso al instante, pues aquellos que en vida fueron bestias no son en muerte sino patéticas sombras indignas de recibir compasión o lástima. Me tomo el desayuno con amargura, pues no es motivo de celebración que finalice la existencia de un monstruo – el verdadero castigo es y será saberse odiados, condenados a vivir con ellos mismos entre cuatro paredes de mudo e inclemente concreto mientras para el mundo exterior se vuelven menos que fantasmas.
Chile es una gran cicatriz en el rostro de América Latina, quizá el tajo más grande que dejaron tras de sí las dictaduras militares, los regímenes sostenidos por el odio y el terror, nacidos de la ambición y la avaricia. Porque no son solo los militares quienes dieron aliento al monstruo vuelto Estado, sino nuestro vecino del norte, aquel que se ostenta campeón de la democracia y la libertad: América Latina no sería lo mismo sin los Estados Unidos, y nuestros muertos tampoco.
El otro 9/11, nos llaman mientras lloran ellos la caída de dos torres – una caída que nació de sus propios pecados en Oriente Medio. El otro 9/11, porque somos los otros, los que no existen en la colectiva ignorancia de los gringos, de los que con sus verdes financiaron el genocidio en Guatemala y en Indonesia, que nos entrenaron para torturarnos entre nosotros, que nos enseñaron a violar con perros y ratas a hombres y mujeres, que nos mostraron que el único buen comunista es el fusilado. 11 de septiembre de 1973, fecha infame, bautizada en sangre y ungida en fuego, olvidada en el país de las barras y las estrellas – pero eternamente grabada en el alma de todos los que estamos abajo.
¿Por qué a mí, un mexicano, me indigna tanto Chile? ¿Por qué siento a veces que sangro con ellos, que el dolor es compartido? ¿Por qué lloro algo que pasó hace cincuenta años? ¿Por qué siento la ira crecer como un incendio en mis venas cuando alguien se atreve a defender a Pinochet y a sus secuaces?
Alguna vez escribí que la identidad latinoamericana no es sino un montón de fragmentos crudamente pegados juntos, desiguales y amorfos. Nuestras constantes son el idioma y la lucha, la eterna pelea contra nosotros mismos y contra quienes nos invaden. Y aun así no nos ponemos de acuerdo en nada: somos un puñado de hermanos y hermanas llenos de resentimientos, incapaces de pedir perdón por nuestra agonía autoinfligida, de sanar y formar un frente común.
Pero quizá es por eso que de mi corazón nace la furia para plantar cara, para alzar la voz y reclamar justicia por personas que llevan medio siglo muertas o desaparecidas, por aquellos quienes siguen vivos y recuerdan con dolor las atrocidades del régimen. Por eso escucho las palabras de mi maestro, el doctor Ugo Pipitone, quien presenció en carne propia la caída de la democracia y el levantamiento de los usurpadores, quien con su pesado acento de inmigrante vuelto a nacer en el abrazo mexicano exclama “¡Nunca más!”, y me digo a mí mismo, He ahí la lucha que todos debemos hacer, la lucha por la memoria que no cede jamás al perdón ni al olvido.
Por eso escribo ahora, aunque sea desde el anonimato, y tal vez eso vuelve mis palabras un poco más valiosas: podría ser yo cualquiera, cualquier persona que desde su propia trinchera se mantenga de pie y grite para que nadie olvide nunca. No soy poeta, no soy voz de nadie más que de mí mismo, pero esto es lo que elijo hacer, lo que elijo decir, lo que elijo convertir en letra viva para que quien la lea sepa lo que ocurrió, lo que jamás debe volver a ocurrir.
Nunca más Chile.
Nunca más Latinoamérica.
Nunca más.
- ¿Qué es lo más doloroso de recordar el golpe?
Las huellas que siguen vivas. Como viste con Vitoco y sus asesinos, la dictadura no ha muerto del todo. Todavía hay injusticia en las calles, todavía le deben dinero al profesor y respuestas a la viuda, porque durante la dictadura simplemente decidieron cambiar la constitución y dejar que el pueblo pagara la cuenta; muchos de ellos han muertos en los cincuenta años que lleva esta herida sangrando, y ya habiendo pasado ocho gobiernos – de izquierda, de derecha, de centro – de alguna manera ven el dolor de la gente y lo dejan pasar. Lo más doloroso de recordar el golpe es que no necesitas voltear al pasado para ver el dolor y la impotencia en los rostros del pueblo.
- ¿Cómo se ve desde afuera, desde tu perspectiva, la dictadura y la injusticia que continúo durante y ya pasada esta?
Ojalá hubiera consenso. Estamos quienes sabemos lo que pasó y entendemos que es imperdonable, que no hay forma de limpiar la sangre y el dolor en nombre de "el bien mayor". Nosotros somos conscientes de que pudo ser cualquiera de nosotros, que pudo ser cualquier persona que amamos quien desapareciera. Pero también están los apologistas, los que hacen del dolor una causa "justa" porque según ellos eso salvó a Chile y al resto de América Latina de convertirse en Cuba. Por eso celebran en vez de lamentar, por eso enaltecen en vez de condenar.
- ¿Cómo te afecta personalmente a ti saber el pasado de tu país?
Es complicado. Mi familia fue afectada de gran manera por el pasado; los negocios de mi abuelo se vieron afectados de manera positiva, porque la gente con plata apoyó al régimen siempre, y jamás me faltó nada mientras crecía, pero al mismo tiempo muchos de mis tíos viven por todo el mundo hoy en día, habiendo huido durante la época. Tienen buenas vidas: Hasta donde yo sé, ninguno se murió de hambre, o sufrió como los que se quedaron, y a veces los visito y llego a pensar que se fueron con la idea de tener vidas mejores, y no porque fueron perseguidos fuera del país.
Pero luego pienso en mi tío Heráclito, y en cómo lo torturaron, y se me hace un nudo en la garganta, porque gracias a la dictadura mi familia tuvo una buena vida, y gracias a la dictadura mi familia tuvo una vida horrible. El pasado es una cosa terrible, porque uno ve las conexiones – cómo toda pieza calza perfecta – pero al formar la pintura se pierde la pieza, se mezcla todo y de repente el abuelo y el tío desaparecen, y solo queda el hecho. Y a pesar de no haber vivido este pasado, se siente en las venas, en las miradas, en las clases de historia que se saltan la dictadura, en el libro que se inclina mucho hacia la izquierda, hacia o la derecha, y se pierde la historia. Harto me afecta saber el pasado de mi país, y harto también me afecta el saber que no soy el único al que le afecta.
- ¿Como se ven las Américas desde tu perspectiva, en especial respecto al intervencionismo durante la Guerra Fría?
A México le tocó el caso único de convertirse en el Judas tanto de su propia gente como del resto de Latinoamérica. Históricamente nos han invadido y violentado los gringos tanto como a todo el continente: perdimos la mitad del territorio, y a los que aun migramos para allá de violadores y asesinos no nos bajan, cuando los que se inventaron formas de torturar y matar a hombres, mujeres y niños fueron Kissinger y sus esbirros de la CIA. Donde a los otros les dieron golpes de Estado, a nosotros nos convirtieron en un perro maltratado, en un sabueso que le ladra y muerde a los migrantes que vienen de Nicaragua, Honduras, El Salvador, Venezuela y Guatemala. Estamos fragmentados porque seguimos siendo cómplices de la violencia de Estados Unidos.
- ¿Cómo reaccionas cuando ves que alguien defiende la dictadura?
Debo admitir que hoy en día no me queda mucho más que la resignación. Me hubieras preguntado hace diez años – quizás más – y te hubiera respondido con ira, con un sentimiento de querer batallar a todo el mundo, por mi país, por los estudiantes y los profesores, por todos quienes han sido maltratados por la sombra que dejó toda esta mierda, y de paso por países tanto cercanos como lejanos, por minorías cuyas lenguas y cultura no comprendo, por vidas que jamás entenderé, pero por las que siento empatía por ellas de todas formas. Hoy en día, me veo golpeado y magullado. Comprendo el símil del perro maltratado: un pueblo que se carcome a sí mismo, y me cuesta seguir gritándole al viento. La gente ve la dictadura y piensa que no paso nada malo porque no la afectó a ella, y si a alguien no le afecta algo, ¿Existe siquiera? Y así, la gente defiende la dictadura, y sigue lucrando la ignorancia, y no me queda la energía para decir lo contrario.
- Estoy cansado, la verdad, ya estudiando la dictadura, y dándome cuenta de que la cosa no cambia, y lo poco que cambia, cambia lenta e ineficientemente, así que, para ti, para el lector, para quien sea, ¿Cómo seguimos adelante?
Seguimos para adelante al crear comunidad. No debemos olvidar que somos Latinoamérica, y que pude que no tengamos mucho en común fuera del idioma y la experiencia traumática de ser terreno de juego de imperios, pero somos hermanos. Necesitamos entender el dolor del otro, sea nuestro paisano o nuestro vecino con quien compartimos frontera, o incluso quien está a un continente de distancia. Necesitamos pensar "ese podría haber sido yo en la bolsa negra, en la cajuela del coche que lleva al centro de tortura, en el pabellón de fusilamiento o en la fosa común." Si no entendemos que esos cuerpos, esos nombres, tenían familia, tenían sueños, amores, esperanzas, vidas — si no los vemos como humanos, como nosotros — permitimos que se geste el mal que parió la dictadura. El "nunca más" depende de que no toleremos el odio, no importa de dónde venga ni contra quién sea.
Ni perdón, ni olvido.
Por Chile.
Por Víctor Jara.
Por los más de 40,000 torturados, violados, muertos, desaparecidos.
Por América Latina.
Hasta la victoria siempre.