Y fue entonces, maniatado y amordazado, frente a veintidós fusiles atados a veintidós conscriptos del sexto pelotón de Iquique, que Manuel recordó a su tío.
Se llamaba Facundo, y no era exactamente el tipo de persona del que uno se enamora. Era terco, desquiciado, del tipo que fumaba dos cajetillas al día, y untaba el pan en mantequilla y después untaba el pan en el té, y se tomaba tres manquehuitos y una jarra de chicha al día, y trabajaba doce horas ante el insoportable sol de Tarapacá, y le miraba el traste a las chiquillas del litoral Norte, y tenía tres mujeres, ninguna de ellas soltera, ninguna enterada de los otros dos amoríos. Le apostaba a las carreras de caballo, a las carreras de bote, e incluso tiraba uno que otro escudo a la pelea de gallos que se realizaba a puertas cerradas cerca del puerto.
Bajo toda circunstancia, Facundo no debería de ser admirado, y anhelado, pero Manuel siempre le quiso, porque a parte de todos sus defectos, había otro pecado, uno más vil, más virulento que el resto, pero era en su peso de pecado que atraía a Manuel, esa manzana metafórica colgando a meros centímetros de su faz, nunca alejándose lo suficiente, pero siempre más allá del alcance de sus manos.
Facundo era comunista.
Y no de estos comunistas de cartón, del tipo que hablaba de Marx y de Engels, y te podía recitar líneas enteras de libros que no valían más que para limpiarse el culo. No, no, Facundo era diferente. Era un verdadero hijo de Recabarren.
Sus padres odiaban a Facundo, y no le permitían ir a verlo. Su padre, Alfonso, era un alto miembro naval; no sabía qué rango exactamente, jamás le había dicho, y él jamás había preguntado. Su madre Jacinta era ama de casa, y se juntaba con otras amas de casas, y tomaban tecito y hablaban de textiles, y mencionaban de vez en cuando a Ramiro o Jorgito, esos cabros coliguachos que se juntaban a escondidas detrás del Cine y “remojaban el cochayuyo”, como se decía ya en aquel día. Cinco años más tarde uno moriría de sida, y el otro estaría de pie, tres metros a la izquierda de Manuel. Solo fusilarian tres ese día. Ninguno vería la sodomia ser legalizada.
Sus padres odiaban a Facundo, pero eso solo le atraía al viejo comunista aún más. Cuando salía temprano de clases, inventaba salidas a casas de amigos, y se pasaba a la construcción donde hacía de contramaestre, que era un título demasiado poético para lo bruto que era el hombre. Con su pequeño librito de anotaciones, lleno más de apuestas, números del loto, y poemas eróticos que de inventario portuario, y una botella de cerveza barata en la mano, del tipo local que desaparecería ya llegando el mandato de Pinochet, su tío Facundo lo recibía con los brazos abiertos, a pesar del dolor que le hacía en la vértebra L4 cuando Manuel se tiraba a sus brazos en una tacleada que lo hubiera puesto en un buen club deportivo si le interesara al cabro de miechica este, como le decía él.
Le preguntaba cómo le iba en el colegio, y como estaba su madre, la hermana de su tío, porque ya no hablaban, y le dejaba leer ‘El Siglo’, que era un diario secreto solo para gente de izquierda, donde se pasaban mensajes de amor y odio, de pena y de calma, y se hablaba de los triunfos de Allende, y de lo salvaje que era la censura, incluso bajo el nuevo régimen del socialismo. “El mundo está vuelto de revés,” decía su tío, “pero antes estaban peor, pero eso no te lo pasan en clases civiles, ¿eh cabrito?”
Clases civiles eran como le decía él a las clases de historia, y siempre le reclamaba de que pasabamos mucho tiempo en las nubes, en tierras lejanas como Egipto y Mesopotamia, y muy poco tiempo hablando del bastardo Videla, ese que hacía nada más veinte años había prohibido al comunismo, y había mandado a matar a todos los “cola e’ flecha”, término que uso en general para referirse a los violadores, a los homosexuales, y como no, a los comunistas. Ese Videla los consideraba a todos la misma masa de enfermos del mate, todos con la misma peste en la mente, nada más expresada diferente.
“Y les decían poco hombres, carentes de razón, pero allá en las trincheras, no había gente más llena de testosterona, más potente y macha que los invertidos y los amanerados.” Decía su tío, mostrándole las cicatrices que había recibido allá en el campo de prisioneros de Pisagua, una cárcel para degenerados vuelta campo de concentración, del tipo que tenían allá en Europa para los judios y los rusos. A punta de pistola y navaja había desvalijado comisaría y cuartel que se le cruzara, todo en nombre del liberalismo y la libertad de ser uno mismo, y el mismísimo Pinochet le había arrestado. Manuel no llegaría a saber lo ridículo que sonaban esas palabras, pero el pequeño capitán de un diminuto pelotón de reabastecimiento y encargado de una prisión en medio de la nada pronto se volvería un nombre que ya nadie podría olvidar.
Se terminaba su trago, y metía la colilla en este nuevo cenicero, uno que alguna que otra vez volvía a llevárselo a la boca, y se encontraba con el agrio sabor de la estupidez, la embriaguez, y el arrepentimiento. Terminaba sus historias, sus refranes, sus cuentos con moraleja y sus diatribas, y le daba a Manuel una palmada en la espalda, un billete hecho bolita, y un kojak — Una lolipaleta, la verdad. El detective Kojak y el nuevo nombre para las paletas no llegaría a Chile hasta el ‘77.
Regresaba a casa Manuel, y su papá le retaba, porque llegaba pasado a trago y a cigarro, y sabía que su hijo era peor que un borracho y un drogo; era uno de esos sublevados que escuchaban las penosas historias de un charlatán, de esos que Videla no alcanzó a matar, de los que se le escaparon de los dedos cuando Ibañez del Campo volvió al mando. Y por supuesto, Ibañez fue comandante máximo de la armada por varias décadas, tanto tirano (en su primer mando) como presidente (en su segundo). Por todo lado su padre lo admiraba, pero tenía en él tanta admiración como disgusto. “Era un milico populista” Decía a Manuel su padre. “Un viejo débil, loco del mate, del que no apoya al país, ni al ejército.” Y es que tanta ridiculez había hecho, tales como fundar una aerolínea de mandato liberal, y oponerse al intervencionismo en Corea.
El padre quería que Manuel fuera un milico hecho y derecho, no un loco del mate como su tío Facundo, o un débil de mente como Ibañez. Sería un hombre que se partía la espalda por cosas que de verdad valían la pena, y con el sudor de su frente, y la sangre del valiente tornaría este país tan lleno de deudas y pobreza en una hiperpotencia.
Cuatro años después, Manuel se uniría a un pelotón. Sería un hombre hecho y derecho, pero jamás dejaría que su padre controlara su vida. Nada podía hacer frente a un futuro diferente, víctima de un cañón apuntando hacia su destino, obligandolo a marchar hacia la nada, como si Bataan fuera. No podría ser nada más que un puerco al servicio de un estado corrupto, bajo las cuerdas del titiritero Alfonso, pero tiraría de las cuerdas con fuerza, hasta que sangre saliera de la comisura de sus dedos.
“Complicada veo la cosa, cabro de miechica,” el tio le diría una mañana de marzo. “Pero era de esperarse. Tu padre jamás te dejaría ser… ¿Qué era lo que querías ser, cabro? ¿Llegar a una universidad, de esas grandes de Santiago?”
Era una pregunta difícil, porque a pesar de todo, Manuel jamás tuvo plan a futuro. En el Norte no había oportunidades, más allá del trabajo portuario, el trabajo de temporero, y el trabajo ilegal. El no era un cabro letrado, no era cabro que iría a la universidad, sin importar lo mucho que quisiera ser algo más que las pocas oportunidades que se le habían presentado en la vida. Y, sin embargo, al mismo tiempo, más allá de los sueños de astrónomos, pilotos, y presentadores de radio, había algo más profundo, algo más obviado, más primordial. Una respuesta sencilla y significativa. La proverbial patada en las pelotas de la que siempre había soñado.
“Quiero ser como tú.” Habría respondido. “Quiero ser un luchador, un sublevado.”
Y Facundo se reiría, posiblemente la risotada más plena que tendría toda su vida. Risa tan fuerte que haría que Manuel se sonrojara como un tomate, como repartidor de empanadas que trabaja por doce horas bajo el fuerte sol norteño. Tanta sería la risa que Manuel sospecharía que sería esta la causa detrás del infarto fulminante que acabaría con él dos semanas más tarde.
“Reza mil plegarias, sonso. Jamás serás como yo, y eso es bueno. No quisieras tener las cicatrices que traversan mis brazos, o las colas de cigarro que ahogan cada uno de mis respiros. No querrás nunca tener las cicatrices que cortan mi mente, que atraviesan mi lóbulo parietal e impactan mi amígdala, como si mi ser se hubiera vuelto una de esas maquinitas de flipper.” Una vez más el tío le daba a lo poético, palabras que resuenan cuando una bola de flipper atraviesa el lóbulo de Manuel — Veintidós bolas, para ser preciso.
Manuel se llenó de tristeza, no solo por si mismo, sino por también su tío. No lo había considerado, pero admiraba a una víctima por los crímenes en contra de su persona. No era tan terrible como uno pensaba — Su tío le había enseñado todo esto a placer de llenar su cabeza de todas estas ideas alocadas, de enseñarle un mundo cruel, un mundo que él había luchado por cambiar, pero tendría sentido el que no querría que siguiera sus pasos tan a cerca. El tío era un paria, y un puerco, y si los tiempos no hubieran cambiado tan a tiempo, estaría colgando de la plaza central, o reposando al pie de un foso, acompañado de todos los sublevados que no se veían tan afortunados, cadáveres sobre más cadáveres, víctimas de un dia como cualquier otro.
Quizá su tío hubiera dejado las cosas ahí, pero Manuel había llorado, y los hombres no lloraban, y si lloran es porque hay que hacerlos hombres. Así que una última vez, le puso una mano en el hombro.
“Jamás serás como yo, cabro, pero puede que llegues a ser mejor. A diferencia de este viejo traste, quizás logres algo con tu vida.”
Ese mismo día lo llevó a la sede local de las Juventudes Comunistas.
Manuel se preguntó si su vida hubiera cambiado de manera más favorable si no hubiera ido ese día a las oficinas de los comunistas en entrenamiento, si no hubiera llorado ese día. Si hubiera decidido irse a Santiago a alguna universidad tradicional. Si le hubiera hecho caso a su padre. Si jamás hubiera escuchado las narraciones extraordinarias de su tío. Tantas rutas que simplemente pudo haber evitado, pero eran tiempos diferentes. Se veía la luz de una democracia mejor, de algo por fin único, o al menos único para Manuel, que había vivido bajo el poder de milico tras milico. Y por un momento la vida se sintió plena. Recordó las palabras de su tío, y entonces entendió por qué las decía.
Pero detrás de toda luz hay una sombra, una penumbra que, dado el ángulo correcto, puede destruir incluso eso que le da la vida. Y qué mejor ángulo que el dinero y las armas, y todo el poderío de la superpotencia del occidente. La sombra del cóndor acecha, y cuando bajó, la Moneda ardió en llamas, y la prensa fue barrida de las calles, y la juventud comunista, juventud como Manuel, era agarrada de los brazos, lanzada a la fuerza dentro de camiones, y se le maniataba y amordazaba.
*Click*, Manuel escuchó, y entendió que llegaba su hora. No había más tiempo ya que perder en la nostalgia y en los recuerdos. Sería acribillado, y su cuerpo lanzado al río Mnemosino, donde se perdería por siempre. No había llegado a ser mejor que su tío, ni siquiera un igual. La gente de ideales, el tipo de comunista que él había admirado eran más grandes que el mundo. Más grandes que el. Siempre lo serian.
“¡Carguen!” Gritó el Comandante Peralta, que dirigía el pelotón, su pelotón, y se preparó para lo peor. Pensó en su madre, que se suicidaría en dos años. Pensó en su padre, que en tres semanas, lleno de ira y frustración, le rompería la cabeza de un ladrillazo al Comandante Peralta, y balearía a otros dos cabos antes de desaparecer, no por voluntad propia. Pensó en su tío, enterrado ya en un lote del cementerio local, y de él no se sabría nada hasta que el terremoto del ‘85 lo sacaría de su agujero, y por falta de papeles, sería lanzado a una fosa común. No hay segundas oportunidades en esta tierra.
“¡Apunten!” Manuel apretó los dientes, y se agarró un dedo con su otra mano, apretando fuerte para no dejar salir sonido alguno. No gritaría de miedo ni dolor. No lo había hecho su tío en su momento (O al menos eso le había dicho) así que no lo haría ahora. Había entrado a la fuerza un pibe, un cabro de miechica, pero saldría de aquí hombre, vivo o no. Bueno, vivo no saldría, de eso estaba seguro-
“¡Fuego!”
Dicen que la muerte dura un segundo pero se siente una eternidad. Manuel no sabría si eso era cierto, pues el dolor de la primera bala (directo al mentón, volandole los dientes) lastimosamente le llegaría al cerebro poco antes de que la cuarta le atravesará el ojo izquierdo, matándolo.
Manuel sería uno de los primeros seis ‘extremistas’ muertos ese fastidioso día del 11 de Septiembre. El primer miembro muerto de la Juventud Comunista, aunque muchos le seguirían. Y aunque jamás lo sabría, Manuel se volvería un símbolo de la lucha contra la dictadura.
Manuel jamás lo sabría, pero en la ciudad de Tarapacá se hablaría de él tras las esquinas y debajo de abetos, y atrás de los columpios, y pasada las once, y a la luz de la luna, y en casa que conectan a quioscos que conectan a casa que conectan a las planicies y los desiertos, y las voces decían que era un mártir, y que su tío habría estado orgulloso de él.
It was then, manacled and gagged, in front of twenty two rifles tied to twenty two recruits from the sixth platoon of Iquique, that Manuel remembered his uncle.
His name was Facundo, and he wasn’t the exact type of person one falls in love with. He was stubborn, deranged, the kind that smokes two packs a day, and would dunk his bread in butter and then would dunk the bread in tea, and would drink three manquehuitos and a pint of chicha every day, and worked twelve hours under the unbearable sun of Tarapacá, and would stare at the bottoms of the women of the Northern littoral, and had three women, none of them single, none of them aware of the other two affairs. He bet on horse races, boat races, even threw in one or two escudos to the cockfighting happening behind closed doors near the port.
Under any and all circumstances, Facundo wasn’t meant to be admired, and cherished, but Manuel always loved him, because despite his shortcomings, there was another sin, something viler, more virulent than the rest, but it was its weight in sin that attracted Manuel, that metaphorical apple being held mere centimeters from his face, never far enough, but always far enough from the reach of his hands.
Facundo was a communist.
And not one of those fake communists, the kind that would talk of Marx and Engels, and could recite entire lines of books that had no more worth than paper to wipe one’s ass with. No, no, Facundo was different. He was a true son of Recabarren.
His parents hated Facundo, and they wouldn’t let him go see him. His father, Alfonso, was a high ranking member of the navy; he didn’t know which rank, to be precise, he’d never been told, and he’d never asked. His mother Jacinta was a housekeeper, and she would talk to other housekeepers, and they would drink tea and talk of textiles, and would mention Ramiro or Jorgito from time to time, those queer youngins who would get together behind the cinema to ‘wet the seaweed’, as they said back then. Five years later would die of aids, and the other would be standing upright, three meters to the left of Manuel. They would only execute three that day. Neither would see sodomy be legalized.
His parents hated Facundo, but that only made him attracted to the old man even more. Whenever he got out of classes early, he’d make up going to friend’s houses, and would walk to the construction site where he’d work as the boatswain, which was too poetic a title for such a brute of a man. With his small book of annotations, full of bets, lotto numbers, and erotic poems instead of port inventory, and a bottle of cheap beer in hand, of the local kind that would disappear with Pinochet’s mandate, his uncle Facundo would receive him with open arms, despite the pain he had on the L4 vertebra when Manuel would launch himself into his arms with a tackle that would have put him in a good sports club if this cabro de miechica would have liked one., as he used to call him.
He would ask how he was doing in school, and how was his mother, the sister of his uncle, because they wouldn’t talk anymore, and he would let him read ‘El Siglo’, which was a secret newspaper only for people of the left, where they would pass along messages of love and hate, of heartbreak and calm, and they would talk of the triumphs of Allende, and of how savage censorship was, even under this new regime of socialism. “The world has turned upside down”, would say his uncle, “but before it was even worse, but they don’t teach you that in civics class, eh cabrito?”
Civics class was how he called history classes, and he would always complain that we spent too much time with the head in the clouds, in far away lands like Egypt and Mesopotamia, and very little time talking about that bastard Videla, who no less than twenty years ago had made communism illegal, and he had sent all those ‘devil tails’ to their death, which was the general term he used to refer to the rapists, the homosexuals, and, of course, the communists. That Videla considered all of them the same mass of sickos, all with the same plague in the mind, simply expressed differently.
“And he’d call them ‘little men’, lacking in reason, but back then in the trenches, there wasn’t anyone more full of testosterone, more potent and manly than the inverted and the twee.” Would say his uncle, showing the scars he’d received back in the prisoners’ camp of Pisagua, a prison for the perverted turned concentration camp, the kind that they had over Europe for the jewish and the russians. Using gun and blade he’d raided any police station and barracks put in front of him, anything in the name of liberalism and the liberty of being oneself, and Pinochet himself had arrested him. Manuel would not manage to realize the ridiculousness of these words, but the small captain of a miniscule resupply platoon and in charge of a prison in the middle of nowhere would soon become a name no one would be able to forget.
He would finish his drink, and shove his cig inside this new ashtray, ashtray that from time to time he would bring to his mouth, and would be met with the acrid taste of stupidity, intoxication, and regret. He would finish his stories, his adages, his tales with a lesson and his diatribes, and he would give Manuel a slap on the back, a crumpled up bill, and a kojak — A lollipop, actually. Detective Kojak and the new name for them wouldn’t reach Chile until ‘77.
Manuel would return home, and his father would yell at him, because he would get home smelling like booze and tobacco, and he knew his son was worse than a drunk or a junkie; he was one of those rebels that listened to the pitiful stories of a charlatan, of those Videla didn’t get to kill, of those that slipped off his fingers when Ibañez del Campo returned to power. And of course, Ibañez was Army General for many decades, as both tyrant (in his first term) and president (in his second). On the other hand the father admired him, but he had as much admiration as there was disgust. “He was a populist soldier” Would say his father to Manuel. “A weak, old man, sick in the head, the kind that doesn’t support the country, nor the army.” And he had taken so many unreasonable decisions, such as founding a liberal airline, or opposing interventionism in Korea.
The father wanted Manuel to be a righteous military man, not a crazy man like his uncle Facundo, or a weak minded man like Ibañez. He would be a man that would break his back over things that truly were worth the sacrifice, and with the sweat of his brow, and the blood of the brave he would turn this country so riddled with debt and poverty into a superpower.
Four years later, Manuel would join a platoon. He would be a righteous man, but he would never allow his father to control his life. He couldn’t do anything against a different future, victim of a cannon pointing him towards destiny, forcing him to march towards nothing, as if it was Bataam. He couldn’t be anything but a pig at the service of a corrupt state, under the strings of Alfonso the puppeteer, but he would pull the strings with aplomb, until blood came off the comisure of his fingers.
“The whole affair’s complex, cabro de miechica,” the uncle would tell him one March morning. “But it was to be expected. Your father would never let you be… What did you want to be, cabro? Reach university, one of those big ones in Santiago?”
That was a difficult question, because despite it all, Manuel did not have a plan for the future. Here in the North there were no opportunities, besides port work, and temporary work, and illegal work. He wasn’t a literate child, he wasn’t a child who’d go to the university, no matter how much he wanted to be more than the few chances that had been given to him in life. And yet, at the same time, past dreams of astronomers, pilots, and radio presenters, there was something deeper, something more obvious, more primordial. A simple and significant answer. The proverbial kick in the balls he’d always dreamt of.
“I wanna be like you.” He’d answered. “I wanna be a fighter, a rebel.”
And Facundo would laugh, probably the best laughter he’d have in his life. Laugh so loud it’d make Manuel turn red like a tomato, like empanada seller that would work for twelve hours under the strong northern sun. The laughter would be so much Manuel would suspect this to be the cause of the fulminant heart attack that would take his life two weeks later.
“Pray a thousand times, stupid. You’ll never be like me, and that’s good. You don't want to be the scars that course through my arms, or the cigarette butts that asphyxiate every one of my breaths. You don’t want the cuts that split my mind, that go through my parietal lobe, and impact my amygdala, as if my being had turned into one of those pinball machines.” Once more his uncle turned to the poetic, words that resonate when a pinball pierces Manuel’s lobule — Twenty two pinballs, to be precise.
Manuel was full of sadness, not only for himself, but also for his uncle. He hadn’t considered it, but he admired a victim for the crimes against his person It wasn’t as terrible as he thought — His uncle had taught him all this with the intent of filling his head with all these crazy ideas, of showing him a cruel world, a world he had fought in order to change it, but it made sense that he didn’t want Manuel to follow in his footsteps as closely. His uncle was a pariah, and a pig, and if the times hadn’t changed at the perfect time, he’d been hanging from the central plaza, or resting at the bottom of a pit, accompanied by the rebels who weren’t as lucky, cadavers upon cadavers, victims of a day like any other.
Maybe his uncle would have left the matter there, but Manuel had cried, and men don’t cry, and if they cry it’s because they need to become men. So one last time, his uncle put a hand on Manuel’s shoulder.
“You’ll never be like me, cabro, but there’s the chance you might be better. Unlike this old piece of junk, maybe you’ll make something out of yourself.”
That same day he took him to the local branch of the Communist Youths.
Manuel wondered if his life would have turned out a bit more favorably had he never gone to the office of the communists in training, if he hadn’t cried that day. If he had decided to go to Santiago, to one of those traditional universities. If he had listened to his father. If he’d never listened to the otherworldly narrations of his uncle. So many routes he could have simply evaded, but they were different times. You could see the light of a better democracy, of something finally unique, or at least unique for Manuel, who had lived under the power of soldier after soldier. And for a moment life felt fulfilling. He remembered the words of his uncle, and he finally understood why he’d said them.
But behind every light there’s a shadow, a penumbra that, given the right angle, it could destroy everything, even that which gives it life. And what better angle than money and weapons, and all of the might of the western superpower. The shadow of the Condor hunts, and when it descended, the Moneda burst into flames, and the press was removed from the streets, and the communist youth, youth like Manuel, were grabbed by the arms, thrown with malice into trucks, and was manacled and gagged.
*Click*, Manuel heard, and he understood it was time. There was no more time left to lose to nostalgia and memories. He’d be filled with holes, his body thrown into the river Mnemosyne, where it would be lost forever. He hadn’t managed to become better than his uncle, not even an equal. People with ideals, the kind of communist he had admired would become bigger than the world. Bigger than him. They would always be.
“Ready!” Yelled commander Peralta, who led the platoon, his platoon, and he readied for the worst. He thought about his mother, who would commit suicide in two years. He thought of his father, who in three weeks, full of ire and frustration, would bash commander Peralta’s head in with a brick, and would be shot at by two privates before disappearing, but not by his own will. He thought of his uncle, buried already in a lot at the local cemetery, and about him no one would know until the earthquake of ‘85 would take him out the ground, and because of a lack of documents, would be thrown into a mass grave. There’s no second chances on this earth.
“Aim!” Manuel clenched his teeth, and grabbed one of his fingers with his other hand, squeezing hard to not let out any sound. He wouldn’t scream out of fear nor pain. His uncle hadn’t done it back then (Or at least that was the story) so he wouldn’t do it now. A kid had entered the army, a cabro de miechica, but he would come out a man, dead or alive. Well, alive he wouldn’t come out, of that he was sure—
“Fire!”
They say death lasts a second but it feels like an eternity. Manuel wouldn't know if that is true, as the pain of the first bullet (straight to the chin, teeth flying off) would sadly reach his brain a bit before the fourth bullet pierced his left eye, killing him.
Manuel would be one of the first six ‘extremists’ killed that troublesome day of September 11. The first member of the Communist Youths who would die, although many more would follow. And although he would never know this, Manuel would become a symbol of the fight against the dictatorship.
Manuel wouldn’t know either, but in the city of Tarapacá they would talk of him past the corners, and under fir trees, and behind swing sets, and after eleven, and under the moonlight, and in houses that connect to kiosks that connect to houses that connect to the plains and the deserts, and the voices would say that he was a martyr, and that his uncle would have been proud of him.