Mujer Coyote amaba a Lobo de Mar. Lobo de Mar amaba a Mujer Coyote. Ambos querían casarse, tomarse de la mano y andar juntos la franja donde la tierra y el mar hacían el amor, dejando atrás huellas en la arena que ni el incesante vaivén de las olas podría borrar. Pasearían eternamente, dándole la vuelta al mundo y conociendo tierras extrañas, bailando entre albas y atardeceres sin fin. Lobo de Mar tenía parientes en algún lugar de Tasmania, y Mujer Coyote sabía por boca de su primo Viejo Coyote de una isla en el golfo donde una pareja de espíritus recién casados podía consumar su luna de miel.
Ambos pasaron así varias noches en vela, hilando planes juntos y soñando despiertos sobre el camino por recorrer. Mujer Coyote sonreía con todos sus colmillos cuando Lobo de Mar susurraba aquellas promesas de una vida juntos, aquellas pequeñas muestras de su devoción por ella. Él era como el Océano del cual venía: un pacífico manto de oscuridad hogareña, una suave corriente cálida que instaba a quien nadaba en sus profundidades a dejarse llevar lejos. Cuando alguna pasión se apoderaba de él, hinchaba el pecho como un pez globo y de su boca salían palabras tan graves como el rugir del mar en tormenta. Su piel era oscura como el anochecer, lustrosa como las rocas lamidas por el oleaje, y sus ojos parecían haberse robado el verde destello de las aguas donde los peces nadaban a la sombra de pelícanos hambrientos.
Así fue como se había enamorado de él. Ella, quien fue desde el albor de los tiempos una bestia indomable que dedicaba sus horas de vigilia a cazar liebres y a darle guerra a los cimarrones, quería ahora desposar a aquel joven nacido de sal y luz de luna. Deseaba desesperadamente entregarle su salvaje corazón y atesorar el suyo – cual preciada perla iridiscente – por siempre.
Solo había un problema. Lobo de Mar era hijo del Océano y la Noche. Mujer Coyote era hija del Crepúsculo y el Desierto. Sus mundos eran distintos, unidos tan solo por aquella franja de arena donde las mareas besaban tierra firme. Dos espíritus tan diferentes solamente podrían casarse si la voluntad de la naturaleza así lo permitía, y Mujer Coyote supo que tendría que pedir la bendición de aquellos que regían el universo.
La primera bendición llegó por sí sola. Para su boda, el Desierto entregó a su hija dos anillos de piedra ígnea – gemelos huérfanos de un extinto volcán – y con un beso en su frente impartió el don del conocimiento:
"Para casarte con Lobo de Mar, has de conseguir la bendición de la tierra y el agua, del aire y el fuego. La mía la tienes ya, pues soy tu madre y es mi deseo que seas feliz. Pero el Sol es inmisericorde y arrogante, el Viento es sordo y vociferante, y el Océano es tan inescrutable como es caprichoso. De cada uno has de esperar una petición, una exigencia. Usa tu ingenio, hija mía, pues el día de tu matrimonio está próximo a llegar."
Entonces Mujer Coyote, que era tan lista como era salvaje, se dio a la tarea de conseguir las bendiciones que necesitaba para casarse con su amado.
☼
Al llegar su padre el Crepúsculo, Mujer Coyote se despidió de Lobo de Mar – quien volvía a casa con la marea alta – y caminó hasta el horizonte donde el Sol estaba por ocultarse. El astro rey, vestido de rojo encendido, frunció el ceño apenas la vio acercarse y trató de hundirse más rápido tras las tinieblas, pero Mujer Coyote corrió y en unos instantes estuvo tan cerca de él que las puntas de sus bigotes humearon.
"¿Qué quieres?" espetó el Sol, a quien no le gustaba esperar para irse a dormir.
"Sol, he venido a pedir tu bendición para casarme con Lobo de Mar,” dijo Mujer Coyote, apagando sus chamuscados bigotes. “Tú eres fuego, fuego celestial que quema y consume, pero que también alumbra y da vida. Dame tu bendición para que pueda crear vida nueva con mi amado, para que nuestros hijos lleven dentro un poco de tu luz."
"Eres muy osada viniendo a mí con una petición como esa. Tienes suerte de que no te haya dejado ciega por atreverte a interrumpir mi descanso. ¡Ahora lárgate antes de que te inmole con mis llamaradas!"
Mujer Coyote sonrió una sonrisa dientuda y dijo al Sol:
"Es verdad, divino Sol, que he interrumpido tu descenso al inframundo. Pero no te ruego sin ofrecer algo a cambio. Un regalo te daré, un tributo a tu gloria, si me das tu bendición para casarme."
"¿Qué podrías darme tú, Mujer Coyote, que el todopoderoso Sol no posea ya?" dijo el astro rey. "El mundo es mi dominio, y por mi gracia viven todas sus criaturas. ¿Qué pobre ofrenda podrías entregarme?"
Mujer Coyote se relamió los colmillos.
"El Sol tiene todo, sí. Es rey sobre la tierra, el cielo su trono. Tiene el fuego primigenio y la devoción de los hombres. Pero hay algo que no posees, todopoderoso Sol: una sombra propia. Todos los seres tienen una, menos tú. No hay oscuridad que marque tu paso, ni tiniebla que te siga. Eres luz, y te huyen las sombras."
El Sol meditó unos momentos y en su rostro sonrojado apareció una mueca de inquietud.
"¿Y podrías tú, Mujer Coyote, darme una sombra?"
"Conozco la magia antigua, la magia del Sueño-antes-del-Mundo, glorioso Sol. Con ella te haré una sombra, una sombra tan grandiosa como tú. A cambio pido tan solo tu bendición."
"Está bien", resopló el Sol. "Te daré mi bendición. A cambio, tomarás la Noche y con ella me hilarás una sombra que proclame mi triunfo. Si por la mañana no está hecha, quemaré con mis rayos cada hebra de tu pelaje."
Así el Sol se sumergió al fin tras el horizonte y se hizo penumbra. Mujer Coyote – quien por supuesto había mentido – juntó entonces maleza muerta y seca, plumas perdidas de tecolote, y carbón tan negro como el vientre de la tierra. Después probó chocar los anillos de piedra que su madre el Desierto le había dado y soltó una chispa tan hambrienta que casi se quema las manos. La guardó en su boca y le dio a beber aguardiente para mantenerla viva hasta el amanecer.
Cuando el Sol estaba por salir, Mujer Coyote tosió la flama que se había gestado en su garganta y encendió la gran hoguera. El humo subió y subió, formando una enorme nube negra, tan impenetrable que parecía que una parte de la Noche se había quedado atrás. Entonces Mujer Coyote saludó al Sol y le hizo una reverencia, diciendo:
"Todopoderoso rey del cielo, he aquí lo que he prometido – una sombra que marque tu paso. La he tejido de sustancia de sueño y piedra volcánica. Dame ahora tu bendición para casarme."
"¡Sea!" dijo el Sol, y entregó aquello que, una vez dado, no podía tomarse de vuelta. Tan ensimismado estaba en el orgullo que le daba su nueva sombra que no notó cómo Mujer Coyote se escabullía tras las rocas y desaparecía de la vista. Para cuando el humo comenzó a disiparse y el furioso Sol se supo engañado, Mujer Coyote ya estaba muy lejos, y su risa desbocada bailaba en el Viento.
༄
Mujer Coyote cazó una liebre y comió la carne cruda. Después se acostó a la sombra de un saguaro y escuchó la voz del Viento.
Aúllo sin boca. Acaricio sin dedos. Mío es el aire con el que alza el vuelo el tecolote. Mío es el aliento del hombre y del coyote. Mío es el rastro que guía al cazador. Arrastro conmigo mil sueños olvidados, mil palabras en secreto susurradas, mil historias a los hombres robadas.
Mujer Coyote quiso responder, y dijo:
"Viento que murmura a los dioses, que en el calor inclemente nos alivias, vengo a pedir tu bendición, pues quiero casarme con mi amado. Te daré a cambio lo que pidas, aquello que desesperadamente añoras."
Pero el Viento no escuchó a Mujer Coyote, cuya voz se perdió entre sus bramidos. El Viento es sordo, pues sólo se escucha a sí mismo, y de nuevo entonó:
Mi caricia trae la lluvia. Mi furia es temible tempestad. Muevo nubes, muevo barcos. Invisible y eterno, rujo y canto.
"¿Acaso no lo sabes?" silbó una Serpiente que buscaba el aroma de una presa en el polvo que el Viento levantaba a su paso. "El Viento no puede oírte, pues su voz ahoga todo rezo. Como yo, undula de un lado a otro, y consigo arrastra la memoria de los antepasados. Pero él nunca escucha, nunca cede."
"Serpiente," dijo Mujer Coyote. "Tú eres sabio entre los sabios. Conoces los secretos de dioses y hombres. ¿Me dirás cómo puedo hablar con el Viento?"
"Dame el corazón de esa liebre," dijo la Serpiente, "y te enseñaré."
Mujer Coyote dio su presa al sabio reptil, y él la llevó hasta la costa. Reptó hasta una cueva al pie de un gran peñasco lamido por las olas y señaló con sus ojos:
"El Viento entra aquí y choca contra la antigua piedra. No puede atravesarla: la montaña es más fuerte que él. Cuando entre, cierra la boca de la caverna. No podrá salir, y le harás saber tu petición."
Mujer Coyote entró a la caverna y sintió el resoplar del Viento. Sus bramidos – húmedos con la brisa marina – rebotaban violentamente contra las paredes pétreas, arremolinándose en aquella gran garganta antes de ser exhalados nuevamente, dejando atrás ecos fantasmales. Mujer Coyote hizo rodar una enorme piedra y la llevó a la entrada. Esperó pacientemente, y cuando el Viento entró con una exhalación que parecía un trueno, empujó con todas sus fuerzas hasta sellar la boca de la cueva.
El Viento – sorprendido – chocó contra la piedra, rebotó de una pared a otra, rasgó con sus invisibles garras los confines de su prisión, pero nada pudo hacer para escapar de vuelta al cielo abierto.
"Sordo Viento que ignoras mis palabras, te he atrapado," dijo entonces Mujer Coyote.
Atrapado, la voz de Mujer Coyote reverberó en el aire que se arremolinaba como una serpiente enroscada. Atrapado, hizo eco la voz del Viento.
"Escúchame ahora. Te liberaré, pues ser libre es tu más profundo deseo, pero a cambio me darás lo que yo quiero: quiero casarme con Lobo de Mar, y por ello pido tu bendición."
Bendición, hizo eco el Viento en las paredes de la cueva. Su voz era la de Mujer Coyote. La voz de Mujer Coyote era suya.
Atestiguo el cambiar de las eras. Permanezco mientras se pone el Sol. Te doy mi bendición ahora: libérame, y será eterno tu amor.
Mujer Coyote empujó la piedra, y el Viento escapó en una bocanada de agua y sal. Atrás quedó Mujer Coyote, a quien solo le restaba un desafío antes de presentarse en el altar.
☾
La Noche envolvió el mundo en su abrazo, y una gigantesca Luna llena – vestida de intenso amarillo – dominó su negro manto. Mujer Coyote se paró en la playa a contemplarla, dejó que la marea alta besara sus pies, y esperó. La Luna bajó poco a poco hasta que comenzó a hundirse en el Océano, y Mujer Coyote supo que era el momento. Se arrojó a las olas y nadó con todas sus fuerzas hacia el horizonte, donde la Luna uniría al cielo y el mar. Ahí, sabía Mujer Coyote, era donde debía pedir la bendición de los padres de su amado.
Pero aquella Noche las corrientes del Océano eran poderosas, tan fuertes que Mujer Coyote no podía luchar contra ellas, y el lugar donde el cielo y el mar se tocaban se alejaba más y más mientras ella, exhausta, daba brazadas cada vez más débiles. Finalmente, el mar la escupió en la costa, y Mujer Coyote quedó tendida, resoplando sobre la arena.
De entre la espuma marina emergió entonces una Tortuga antigua, más vieja que el mundo y con un caparazón más ancho que los brazos abiertos de Mujer Coyote.
"Sube a mi espalda," dijo la venerable Tortuga, mensajera de las profundidades. "Te llevaré a donde Dios habita en líquida luz de Luna."
Mujer Coyote cruzó las piernas sobre el caparazón de la Tortuga, y juntas se adentraron en el mar. En el horizonte, el Océano estaba perfectamente quieto, y la Luna se hundía lentamente en su inmensidad. Donde el cielo y el mar se tocaban, el reflejo de la Luna llena hacía ver que eran uno solo, un solo Océano cubierto de estrellas, una sola Noche de aguas tranquilas.
"Ahí," dijo la Tortuga. "Ahí es donde Dios tiene Su refugio, pues cayó del firmamento y se volvió criatura marina. Es a Él a quien debes pedir la bendición que buscas, pues es Su Palabra la que une en eterna danza a los astros y las aguas. Cuando los mundos sean uno solo, Él vendrá."
Mujer Coyote y la Tortuga esperaron en silencio, arrulladas por el rumor del mar. Entonces, a lo lejos, escucharon la voz de Dios. Era un silbido agudo, un eco tan hondo como las profundidades del abismo marino, un llamado que reverberaba como el quejido de un animal moribundo a través del agua. Era una canción sin palabras, la melancólica sinfonía de un mundo olvidado, el grito de un alma solitaria.
"Dios canta," dijo Mujer Coyote. "Su canto es triste porque está solo, porque el mundo lo ha olvidado. Los hombres, los animales, incluso los otros dioses – todos han perdido Su recuerdo. Pero tú, Tortuga que todo lo has atestiguado, recuerdas quién es Él, y recuerdas Su Nombre."
"Y tú, Mujer Coyote, eres tejedora de historias. Caminas la frontera entre el cuento y el mundo, entre el despertar y el sueño. Por eso te he traído aquí: porque estás en la voz del que grita, en los ecos de las leyendas que jamás fueron contadas. Eres mentirosa y embustera, ¿Pero qué son los cuentacuentos, sino los más grandes mentirosos?"
"Dime el Nombre de Dios, gran Tortuga, para que yo pueda contar Su historia."
Mujer Coyote acercó su oreja puntiaguda, y la Tortuga susurró el olvidado Nombre de Dios. Un cosquilleo recorrió a Mujer Coyote de hocico a rabo, como si un rayo se le hubiera metido en el pellejo. Besó con gratitud el caparazón de la Tortuga, y se lanzó de cabeza al mar.
El agua helada apuñaló los huesos de Mujer Coyote, y sus ojos ardieron con la sal. Sumida en la más temible de las penumbras, tan solo la luz de la Luna le permitía distinguir su propia forma en el abismo. A donde mirara no había sino inescrutable agua – un cosmos líquido, vacío e infinito donde solo ella existía. Entonces lo vio: ahí, envuelto en tenue luz, había una gran sombra sólida, una ola de tempestad que avanzaba implacable hacia ella, y en el corazón de Mujer Coyote afloró el miedo. La gigantesca criatura que era Dios llegó hasta ella, y Su silueta negra la devoró. Ella lo miró temerosa, pero Él tan solo entonó nuevamente Su lamento.
"Yo te nombro, Padre del Agua y de los Cielos," contestó Mujer Coyote. Sus palabras salían claras pese al miedo que le exprimía el pecho, firmes pese al agua que le llenaba los pulmones con cada exhalación. "Yo te nombro, pues Tu gente se ha ido, y no hay corazón que te adore, ni boca que te rece."
"Yo te nombro, porque incluso el Sol y el Viento te han olvidado."
"Yo te nombro, antiguo cantor de las profundidades."
"Yo te nombro, porque seré yo quien contará Tu historia, para que seas siempre recordado."
"Yo te nombro, pues nunca más estarás solo."
"¡Yo te nombro por Tu Nombre, Niparaya! ¿Me darás Tu bendición?"
Niparaya, la gran ballena celestial, la miró con ojos tan grandes como el puño de un hombre. Abrió Su enorme mandíbula y pronunció una sola palabra:
SÍ.
Y Mujer Coyote, bendecida, fue arrastrada hasta la playa por las cálidas corrientes de un Océano agradecido.
⚘
La boda de Mujer Coyote y Lobo de Mar duró seis días y seis noches. Fueron invitadas todas las criaturas y espíritus del Desierto y el Océano, e incluso el Sol y el Viento asistieron. El sacerdote fue un borrego cimarrón, y la dama de honor fue una mantarraya. Fueron todos muy felices, especialmente los recién casados. Bailaron, cantaron, contaron historias y bebieron hasta que el mundo les dio vueltas.
El último día, mientras los invitados bailaban y bebían abundante licor de saguaro, Mujer Coyote y Lobo de Mar se escabulleron a la playa y se acostaron en la arena bajo un cielo impecable, acariciados por una gentil brisa marina.
"¿Sabes, amor mío?" dijo Lobo de Mar. "Nunca dudé que lo lograrías, pero no pensé que lo harías tan rápido."
Mujer Coyote rio y abrazó fuerte a su marido.
"Eso te pasa por subestimarme, Lobito. Los coyotes somos mañosos, y una que otra vez nos salen bien las cosas."
"¿Así fue como lograste todo esto?" sonrió él.
"Tuve ayuda de unos buenos amigos," admitió ella, y se acurrucó en su pecho. "Soy mañosa, pero agradecida. ¿Quieres que te cuente sobre ellos? Creo que comenzaré con Niparaya…"
A lo lejos – entre el rumor de las olas – se escuchó el alegre canto de las ballenas.