Aquella noche soñó al Jinete. Recias eran sus facciones, los labios fruncidos con la severidad del conquistador, poderoso el cuello que soportaba su grueso cráneo rasurado. No llevaba corona alguna, pero era rey; el mismo sol saliente parecía adornarlo conforme se internaba en la estepa, implacable como el robusto corcel que montaba. Lo soñó, lo vio, lo sintió, y al despertar supo de algún modo que aquel sueño no había sido producto de su imaginación, ningún onírico sinsentido nacido de su mente: Aquel Jinete existía en verdad y montaba, en alguna lejana e ignota estepa, al negro corcel hacia el horizonte, hacia el sol naciente. La realidad de aquello lo intrigó, y no pudo restarle importancia, aún si el significado le era incierto. ¿Qué es un sueño, sino remembranza o profecía, inescrutable susurro de los dioses? Se decidió a entregarse, de cuerpo y mente, a encontrar la estepa, a alcanzar al Jinete, a cabalgar él también hacia el destino que parecía dictado por la sangre de sus venas, por la inmortal memoria de sus ancestros y su pueblo. A la mañana siguiente envainó su sable, tomó su arco y su carcaj y, espoleando a su caballo, lanzó al cielo juramento de dar caza al sueño que no era un sueño. La tarea fue ardua y, ultimadamente, infructífera. En vano recorrió la estepa de extremo a extremo, preguntando al viento y a la tierra si habían visto un Jinete coronado por el sol; estos no le respondieron. Inútilmente dio vuelo a halcones con la esperanza de que divisaran a la presa, al anónimo rey de sus visiones; sólo pequeñas aves y liebres le fueron entregados para sustento suyo y de sus rapaces. Se olvidó de sus rezos, de sus sacrificios, de su deber con su gente, la búsqueda vuelta obsesión. Y todas las noches, mientras los halcones y el caballo descansaban, mientras las últimas brasas de su fuego ardían, soñaba al Jinete cada vez más cerca del horizonte, cada vez más inalcanzable. Al término de varias lunas, encontrose al borde de la desesperación. En sus sueños, el rostro del Jinete había cambiado: lo miraba ahora directamente a él, su boca torcida en una expresión de burla o de decepción, como si dijera al Soñador la magnitud de su fracaso. Al despertar se sintió humillado, derrotado; contempló dejarse caer sobre su espada como hacían los hombres más allá del mar, para que la estepa bebiera su sangre y el cielo le diera absolución: comprendía ahora su arrogancia, su indecible falta contra sus antepasados y sus dioses. Aquella noche invocó a Tengri, imploró perdón y ayuda, y se quedó dormido. Soñó con una Biblioteca infinita, pergaminos y libros que se extendían más allá de la comprensión del hombre. En su sueño supo que aquel santuario del saber tampoco era ilusorio; existía en verdad y era él un invitado. Temiendo despertar antes de conocer la respuesta a su búsqueda, pues poco tenía él de lector y eran los libros incontables granos de arena en el desierto, se dio a la tarea de estudiar cuanto pudiera, de encontrar entre aquellas páginas la ubicación de la estepa, o bien la identidad del Jinete que en ella reinaba. No tardó mucho en desesperar. Los libros le resultaban incomprensibles, sus palabras carentes de significado. Su pueblo y la historia de su pueblo pertenecían a la voz y a la memoria, no a la tinta y al papel. ¿Qué sabía él de la palabra escrita, cuando en Bagdad había dado muerte a sabios y arrojado al Tigris la Casa de la Sabiduría? Para él más uso habrían tenido aquellas bellas cubiertas como sandalias, aquellas páginas como combustible para su fuego. El sueño se había vuelto acertijo, prueba última del destino. A punto estaba de rendirse, de despertar del sueño dado por Tengri, cuando Otro se acercó a él. Extraño era el rostro, la forma del cuerpo, como desdibujado en la neblina onírica, pero la voz era como la de un sabio, un maestro, un padre. Desconocidas sensaciones invadieron al Soñador: el rasgar de la pluma sobre el papel, el olor de la tinta fresca, el peso de un Gran Libro, el cansancio de los pies marchantes. "Me llaman el Caminante," dijo el Otro. "Guardián soy de mil historias." Preguntó el Soñador al Caminante por la historia del Jinete y la estepa donde cabalgaba coronado por el sol. "Poco importa su nombre, si alguna vez tuvo uno. Tampoco es su historia de importancia. Es un hombre todos los hombres, incluso quienes han descubierto el secreto de la inmortalidad. ¿No son acaso todas las aguas una sola, todos los ríos y mares, aunque traten las naciones de conferirles nombre y arbitraria propiedad? En Bagdad desolaste la Casa de la Sabiduría, pero no era esta sino la sombra de una sombra, de Babel, de Alejandría, de esta Biblioteca infinita. Asimismo es aquello que buscas: todas las estepas una sola." Despertó el Jinete y se supo respondido. Inclinó la cabeza y agradeció al cielo y a la tierra, a Tengri y al Caminante. Después, liberó a sus halcones, alzó sus armas, montó su caballo y se internó en la estepa, aquella estepa que era todas las estepas, aquel horizonte que era todos los horizontes. El sol estaba por salir. Triunfante, cabalgó hacia el infinito, inmortal. |
That night he dreamt the Horseman. Tough were his features, his lips pursed with the severity of the conqueror, powerful the neck which held his thick, shaved skull. He wore no crown, but he was king; the rising sun itself seemed to adorn him as he went further into the steppe, relentless like the robust steed he rode upon. He dreamt him, he saw him, he felt him, and upon waking he somehow knew that dream had been no product of his imagination, no oneiric nonsense born of his mind: that Horseman truly existed and rode, on some distant and unknown steppe, a black horse towards the horizon, towards the rising sun. The reality of it intrigued him, and he could not downplay it, even if the meaning was uncertain. What is a dream but remembrance or prophecy, inscrutable whisper of the gods? He decided to give himself, body and mind, to finding the steppe, to catch up with the Horseman, to ride towards the destination that seemed dictated by the blood in his veins, by the immortal memory of his ancestors and his people. The next morning he sheathed his saber, took his bow and quiver and, spurring his horse, swore to heaven to hunt down that dream which was not a dream. The task was arduous and ultimately unsuccessful. In vain he traveled the steppe from end to end, asking the wind and the earth if they had seen a Horseman crowned by the sun; they did not respond. Futilely he gave flight to hawks in the hope that they would spot the prey, the anonymous king of his visions; only small birds and hares were brought to him for the sustenance of himself and his raptors. He forgot his prayers, his sacrifices, his duty to his people, the search turned into an obsession. And every night, while the hawks and the horse rested, while the last embers of their fire burned, he dreamt the Horseman ever closer to the horizon, ever more unreachable. After many moons, he found himself at the edge of despair. In his dreams, the Horseman's face had changed: he was looking directly at him now, his mouth twisted in an expression of mockery or disappointment, as if telling the Dreamer the extent of his failure. When he woke up he felt humiliated, defeated; he contemplated letting himself fall on his sword as men did beyond the sea, so that the steppe would drink his blood and the sky would give him absolution: he now understood his arrogance, his unspeakable fault against his ancestors and his gods. That night he invoked Tengri, implored forgiveness and help, and fell asleep. He dreamt of an infinite Library, scrolls and books that extended beyond the comprehension of man. In his dream he knew that this sanctuary of knowledge was not illusory either; it truly existed and he was a guest. Fearing awakening before knowing the answer to his quest, since not much was he of a reader and the books were as countless grains of sand in the desert, he set about the task of studying as much as he could, of finding between those pages the location of the steppe, or the identity of the Horseman who reigned in her. It did not take long for him to despair. The books were incomprehensible to him, their words meaningless. His people and the history of his people belonged to voice and memory, not ink and paper. What did he know of the written word, when in Baghdad he had slain sages and thrown the House of Wisdom into the Tigris? For him more use would have been those beautiful covers as sandals, those pages as fuel for his fire. The dream had become a riddle, fate's ultimate test. He was about to give up, to wake up from the dream given by Tengri, when Another approached him. Strange was the face, the shape of the body, as if blurred in the oneiric haze, but the voice was like that of a sage, a teacher, a father. Unknown sensations invaded the Dreamer: the scratching of the pen on paper, the smell of fresh ink, the weight of a Great Book, the fatigue of marching feet. "They call me the Drifter," said the Other. "Guardian I am of a thousand stories." The Dreamer asked the Drifter about the story of the Horseman and the steppe where he rode crowned by the sun. "Little does his name matter, if he ever had one. Nor is his history of importance. A man is all men, even those who have discovered the secret of immortality. Are not all waters one, all rivers and seas, even if nations try to confer on them names and arbitrary ownership? In Baghdad you devastated the House of Wisdom, yet it was but the shadow of a shadow, of Babel, of Alexandria, of this infinite Library. So is also what you are looking for: all the steppes one." The Horseman woke up and knew himself answered. He bowed his head and thanked heaven and earth, Tengri and the Drifter. Then he freed his hawks, raised his weapons, mounted his horse and entered the steppe, that steppe that was all the steppes, that horizon that was all the horizons. The sun was about to rise. Triumphant, he rode into infinity, immortal. |