Urodela
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Leí El club de la salamandra, viejo amigo.

Lo tomé entre mis manos – temeroso de empezar, ansioso por saber – y lo acabé en una sola sentada. Pasé una mañana entera pegado a esas páginas sin poder apartar la vista, devorando vorazmente capítulo tras capítulo, saboreando cada palabra plasmada en aquel papel gastado por la edad y el uso. Como el submarino que abordaron los protagonistas, desaparecí bajo las olas en búsqueda de respuestas. No me guiaba la razón, sino una tenue luz que parecía asomarse entre las palabras tejidas en la máquina de escribir del autor: ahí, intacto e inmortal bajo el sol del verano, el niño que fui se tendió en su cama con la nariz hundida entre fantásticos relatos, absorto en cuentos y hazañas más allá de las estrellas, más allá del mar.

Por casualidad o destino, el libro me lo entregó mi psicóloga. El día que escribí aquella primera carta que jamás leerás – pero cuyos contenidos ella conoce – me estremecí al escuchar de sus labios una frase digna de ser escrita en sangre y tinta, un giro de trama propio de una novela: "Yo tengo ese libro." Fue como recibir una visita del universo, un atronador llamado a la puerta que no aceptaría un no por respuesta. Acepté sin rechistar.

Ahora escribo, viejo amigo, porque he leído, pero no he entendido. Quise descifrar en el libro un mensaje oculto como lo hizo Rudolph Green – el protagonista – con aquel extraño pergamino encontrado dentro de la lata de jugo de tomate. Quise resolver un enigma, un gran acertijo que se ostentaba piedra angular de mi pasado y futuro, pero no he encontrado respuesta a la pequeña pregunta que desembocó en este reencuentro conmigo mismo: ¿Qué querías decirme?

Quizá aún no he meditado lo suficiente sobre una respuesta que tengo justo frente a mis ojos. Quizá la respuesta no existe. Quizá nunca hubo una pregunta para empezar. ¿Por qué habrías querido decirme algo a través de un libro, en vez de con tus palabras? Soy alguien que encuentra significados en nimiedades y casualidades, en minúsculos detalles que parecen formar un patrón tejido con hilos de sueño y profecía. Pero ahora que mi búsqueda está completa – ahora que he leído El club de la salamandra – me he quedado mudo, mi mente un páramo inerte donde no hacen eco las palabras. Solo escucho el rumor del viento, ininteligible.

Lamento decir que no ha nacido en mí deseo alguno de verte. A duras penas he querido escribir. Quién sabe, quizá solo es el peso de mis responsabilidades, mi lento hilar de la tesis que se roba todas las palabras que de otro modo habría convertido en arte y melancolía. Incluso esta carta no es sino un ejercicio de calentamiento, un intento de despertar aquellos músculos creativos que han permanecido en animación suspendida por un mes. ¿Habrás imaginado alguna vez que verdaderamente me convertiría en escritor, en cuentacuentos? Yo creo que sí.

Lo que quizá nunca imaginaste – porque ningún niño sueña jamás las realidades de los adultos – que habría algo dedicado para ti, y que en esas palabras faltaría siempre tu nombre. No lo omito solo para proteger tu identidad, tu anonimato, sino para esconder por siempre mi verdadero sentir. La vergüenza es poderosa, incluso cuando sabe el corazón que no tiene razón de ser. Quizá mi corazón siempre supo lo que eras para mí, y es por ello que no quiero verte más: sería demasiado doloroso saber que nunca fuiste mío.

Nombrar algo puede darle poder o quitárselo – así es como la palabra se hizo carne. ¿Qué poder tienen mis palabras ahora que no somos nada sino un recuerdo, criaturas contemplan el pasado mientras se arrastran en dirección opuesta, quizá huyendo? No creo que mis murmullos puedan derribar las torres que has erigido, pues soy tan solo un eco del viento amable que jugaba con nosotros entre los árboles. Pero también creo que de mi boca puede nacer la semilla de la ruina, un árbol torcido que con sus raíces envuelve y estrangula la tierra donde es sembrado.

Mamá me ha contado sobre aquella vez que tu padre te gritó ante todos, acusándote – humillándote – de ser aquello que él tanto odia. Ojalá no lo seas, viejo amigo. Ojalá no seas como yo, porque en la sombra de tu padre no podrían florecer las añoranzas de tu corazón.

¿Qué más queda por decir? Pronto lanzaré esta última carta al mar de escritos que surco todos los días para no pensar más sobre ti. Tal vez alguien lo encuentre. Quizá aquí no queda sino repetir unas pocas palabras, el mensaje que me hubiese gustado encontrar encriptado en El Club de la Salamandra, en aquel gastado libro que me procuraron las manos del destino como si de un mensaje enlatado se tratara.

Para ti, será siempre un mensaje de amor.

I read The Salamander's Club, old friend.

I took it in my hands – afraid to start, anxious to know – and finished it in one sitting. I spent an entire morning glued to those pages without being able to take my eyes off them, voraciously devouring chapter after chapter, savoring each word etched on that paper worn by age and use. Like the submarine that the protagonists boarded, I disappeared under the waves in search of answers. I was not guided by reason, but by a dim light that seemed to peek through the words woven on the author's typewriter: there, intact and immortal under the summer sun, the child I once was stretched and contracted on his bed with his nose sunk between fantastic stories, absorbed in tales and feats beyond the stars, beyond the sea.

By chance or fate, the book was given to me by my psychologist. The day I wrote that first letter that you will never read – but whose contents she knows – I shuddered to hear from her lips a phrase worthy of being written in blood and ink, a plot twist that belonged in a novel: "I have that book." It was like receiving a visit from the universe, a thunderous knock at the door that wouldn't take no for an answer. I accepted without question.

Now I write, old friend, because I have read, but I have not understood. I wanted to decipher a hidden message within the book, just like Rudolph Green – the protagonist – did with that strange parchment found inside the tomato juice can. I wanted to solve an enigma, a great riddle that held the cornerstone of my past and future, but I have not found an answer to the small question that led to this reunion with myself: What did you want to tell me?

Perhaps I have not yet meditated enough on an answer that is right in front of my eyes. Maybe the answer doesn't exist. Perhaps there was never a question to begin with. Why would you have wanted to tell me something through a book, instead of with your own words? I am someone who finds meaning in trifles and coincidences, in minuscule details that seem to form a pattern woven with threads of dream and prophecy. But now that my quest is complete – now that I have read The Salamander's Club – I am speechless, my mind an inert wasteland where words do not echo. I only hear the sound of the wind, unintelligible.

I regret to say that no desire to see you has arisen in me. I have hardly wanted to write at all. Who knows, maybe it's just the weight of my responsibilities, my slow spinning of a thesis that steals all the words that I would otherwise turn into art and melancholy. Even this letter is nothing more than a warm-up exercise, an attempt to wake up those creative muscles that have been in suspended animation for a month. Did you ever imagine that I would truly become a writer, a storyteller? I think so.

What perhaps you never imagined - because no child ever dreams about the realities of adults - is that there would be something dedicated to you, and that your name would always be missing from those words. I do not omit it just to protect your identity, your anonymity, but to hide my true feelings forever. Shame is powerful, even when the heart knows it has no reason to feel such guilt. Maybe my heart always knew what you were to me, and that is why I do not want to see you anymore: it would be too painful to know that you were never mine.

Naming something can empower it or take its power away – that is how the word became flesh. What power do my words have now that we are nothing but a memory, creatures contemplating the past as they crawl in the opposite direction, perhaps fleeing? I do not think my whispers can topple the towers you have erected, for I am just an echo of the kind wind that played with us among the trees. But I also believe that the seed of ruin can be born from my mouth, a crooked tree whose roots envelop and strangle the land where it is planted.

Mom told me about that time your father yelled at you in front of everyone, accusing you – humiliating you – of being what he hates so much. I hope you are not, old friend. I hope you are not like me, because in the shadow of your father the longings of your heart could never flourish.

What more is left to say? Soon I will throw this last letter into the sea of ​​writings that I sail on every day, and I will not think about you anymore. Maybe someone will find it. Perhaps all that remains here is to repeat a few words, the message that I would have liked to find encrypted in The Salamander's Club, in that worn-out book that the hands of fate procured me like a canned message found at sea.

For you, it will always be a message of love.


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