Section 501: Why the Manticore Lulls Its Kill
rating: +13+x

"Mira bien a la mantícora, hijo mío," dijo mi padre. "¿Existe acaso un ser más bello y terrible que este? No. ¿Cómo podría haberlo? ¿Qué otra criatura en esta tierra podría eclipsar al azote de las arenas silenciosas, aquel que es más majestuoso cuando mata?"


Anatomía

La mantícora es el devorador de hombres por excelencia. Su cuerpo – cubierto de furioso pelaje rojizo – asemeja al de un león, pero es mucho más grande: un hombre de pie a duras penas podría rozar la abundante melena que corona el cuello y la cabeza de un ejemplar macho. Gruesos músculos yacen bajo la piel de la mantícora, proveyéndole con una fuerza tan vasta que puede partir en dos a un caballo o a un camello con un solo zarpazo. Sus garras son tan largas como una mano humana, tan afiladas que pueden perforar el metal y tan duras que harán añicos cualquier espada.

Por si su fuerza bruta no fuera suficiente, la cola de la mantícora es la de un gigantesco escorpión. Esta perversa extremidad culmina en un aguijón principal con el cual inyecta un veneno que mata al instante, además de dos hileras de pinchos circundantes que el monstruo puede disparar a grandes distancias como si fueran las flechas de una ballesta.

La característica más atroz de la mantícora, sin embargo, es otra que su cuerpo bestial: de facciones delicadas y elegantes – casi bellas – la mantícora es un monstruo con rostro humano. Sus ojos son casi siempre azules, zafiros gemelos incrustados en piel cobriza. Su nariz es afilada, al igual que sus pómulos y su mandíbula, dándole una apariencia enteramente andrógina. Sus labios carnosos están siempre entreabiertos, como si atreviera una sonrisa tímida. No sorprende que hombres y mujeres de todas las edades, razas y credos han encontrado en el rostro de la mantícora una belleza casi irresistible.

No obstante, el rostro angelical de la mantícora no es sino una trampa cruel. Tras la ilusión de la belleza hay una boca suficientemente amplia para tragar a un hombre entero por los hombros, aunque la mantícora elige casi siempre empezar por los pies. Tres hileras de dientes cortan, perforan y trituran carne y huesos, reduciendo a la víctima a una pasta irreconocible que la mantícora engulle sin dejar una sola gota sangre. Esto hace difícil determinar cuando alguien ha sido devorado por una mantícora, y es tan solo cuando el monstruo es avistado que finalmente puede presumirse el destino de los desaparecidos recientes.


"Dicen que las aves, compadecidas de la tristeza que anidaba en el corazón del hombre, le enseñaron a cantar. Así fue como nació la música, y el hombre prometió honrar siempre el regalo que le habían hecho los seres emplumados. Pero nadie sabe quién enseñó a la mantícora a cantar – y si lo saben, prefieren no decirlo por vergüenza, pues es amarga aquella melodía que se entona con la boca llena de muerte."


Hábitos

Son pocos quienes han enfrentado una mantícora y vivido para contarlo. Quienes han logrado huir lo han hecho tan solo porque la bestia ha atrapado a algún otro desafortunado y cesado la persecución. Por ello, la información que se tiene sobre los hábitos de la bestia es escasa. Nadie sabe cuántos años viven, cómo y cuándo se aparean, si su origen es natural o producto de la más profana magia negra, o tan siquiera si ponen huevos o dan a luz. Todo lo que se sabe es que se trata de un animal diurno y que – tras saciar su apetito – se retira a una madriguera que ha excavado en el suelo árido del desierto, o bien a una caverna pétrea donde puede digerir plácidamente a su presa.

Para fortuna del mundo, la mantícora parece ser un monstruo solitario; jamás se ha visto a dos mantícoras juntas, y el comportamiento invariablemente agresivo y territorial del monstruo sin duda haría la coexistencia o cooperación entre los de su especie completamente imposible. Recientemente se han reportado, no obstante, avistamientos de mantícoras con alas que asemejan a las de un murciélago o dragón; de ser cierto esto, podría tratarse de una subespecie o mutación aberrante, más peligrosa todavía que su pariente terrestre. Rezo porque sean tan solo exageraciones de viajeros cansados.

Aunque indudablemente caza otras presas, la predilección de la mantícora por la carne humana es notable. Tanto es así que, de alguna manera, la bestia ha aprendido a imitar la voz de las personas para atraerlas hacia su escondite y emboscarlas. Quienes han escuchado a una mantícora hablar – o mejor dicho, cantar – reportan que su voz es melodiosa, silbante como una flauta y profundamente seductora. Incluso llega a pronunciar palabras, casi siempre pidiendo ayuda de quien pasa por su guarida. Así es como logra que los incautos caigan en su trampa para devorarlos.

Se desconoce1 si, como la esfinge, la mantícora está dotada de inteligencia o si su voz es meramente una imitación de palabras cuyo significado no entiende. Por obvios motivos, nadie ha entablado nunca una conversación con una mantícora, y su violento carácter no parece el de un ser pensante.

Sin embargo, se sabe que la mantícora disfruta alimentándose, especialmente si su presa sigue con vida. Por ello, emite un ronroneo casi musical, como si arrullara a su víctima mientras la devora. Nadie cree ni por un instante que esto sea para reconfortar a la pobre alma que experimenta una muerte espantosa; más bien parecería una burla cruel, señal de una perversa inteligencia oculta tras la bestial apariencia del monstruo. El rostro, al parecer, no es lo único humano que posee la mantícora.


"Los dioses, horrorizados y avergonzados por las atrocidades que su creación cometía, escupieron su veneno sobre las arenas donde el hombre había querido edificar su imperio. Del suelo maldito nació entonces la mantícora, portando tras su bello rostro una forma monstruosa y desprovista de toda mentira, un cuerpo contrahecho que era espejo de aquellos a quienes debía castigar – un reflejo desnudo de la humanidad."


Mi encuentro con la mantícora

Sólo una vez he intentado cazar a una mantícora, y las cicatrices que tengo son un perpetuo recordatorio del costo de mi victoria.

Al caer la noche, partimos en caravana hacia el lugar donde el monstruo había sido visto devorando a una mujer hacía unos días. La mantícora sin duda estaría en las últimas etapas de su digestión, a punto de sentir nuevamente el hambre que le abrasa las entrañas a todos los de su especie. Nuestro plan era tomar a la bestia por sorpresa, amputar rápidamente el aguijón, y ahogarla con plomo fundido cuando esta se retirase nuevamente a su guarida subterránea. En caso de que aquello no fuera suficiente, llevaba yo en mi cinturón cinco pequeñas ánforas llenas de fuego líquido para quemar lo que quedase de la criatura.

Al llegar a la madriguera donde vivía el monstruo, nos recibió una voz como el oro que ofreció dejarnos ir si a cambio sacrificábamos a uno de nosotros. De lo contrario, dijo la voz, todos moriríamos. Los hombres que me acompañaban, atemorizados, quisieron vertir el plomo fundido inmediatamente para matar a la criatura a quien pertenecían aquellas palabras tan malignas como melodiosas.

Nada pude hacer para detenerlos.

Apenas virtieron sobre la madriguera el gran caldero que llevábamos con nosotros, escuchamos un rugido que hizo que varios se taparan los oídos. La mantícora salió de entre las sombras y comezó a aniquilarnos con sus garras, sus fauces y el atroz veneno de su cola. Me oculté tras el cadáver de uno de nuestros caballos para evitar ser perforado por los proyectiles ponzoñosos del monstruo, y presencié cómo mis compañeros trataban en vano de perforar la piel de la mantícora con lanzas y espadas. Rápidamente, pasamos de ser veinticinco hombres a ser tan solo ocho mientras los gritos de dolor y angustia hacían eco entre las arenas.

Uno de mis acompañantes, desesperado, me puso un cuchillo al cuello y me empujó hacia la mantícora. Gritaba aterrorizado que yo sería el tributo que la bestia exigía, e imploraba piedad para él y los otros seis cazadores. La mantícora esbozó una sonrisa espantosa con sus tres hileras de dientes y se dispuso a aceptar mi carne y la sumisión de los amedrentados cazadores.

Fue entonces cuando, atando rápidamente mi cinturón al cuerpo del otro hombre, logré empujarlo hacia la boca abierta de la mantícora. Esta no pareció darle importancia a si su comida se trataba de mí o del cobarde que me había ofrecido como sacrificio: en un par de bocados, ululando su canto cruel, la mantícora devoró al traidor con todo y mi cinturón.

Apenas terminó de comer, el rostro del monstruo se contrajo de angustia, y en un instante más estuvo envuelto en llamas que surgían desde su interior, cociéndole desde las entrañas hasta el pelaje. La mantícora, sabiéndose engañada, soltó un zarpazo agonizante y alcanzó a abrirme el costado hasta casi tocar el hueso. Enloquecida, corría desesperada intentando apagar las llamas, o cuando menos llevarse a alguna última víctima antes de morir. Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento es la forma ardiente de la mantícora retorciéndose contra el negro tejido de la noche y aquellos gritos que sonaban como el bramido de una flauta desafinada.

Unless otherwise stated, the content of this page is licensed under Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License