Erandi me espera a la sombra del ahuehuete, sus piernas cruzadas y sus ojos cerrados. "Ven," me ha dicho, así que he venido. Largas sombras se desprenden del ahuehuete; su tronco grueso como una columna alberga el agua que le obsequia la lluvia; en sus ramas, verdes y vivas, juega el viento, aliento y atributo del dios blanco y barbado, la Serpiente Emplumada. "Ven," dice Erandi sin abrir los ojos. Sus labios gruesos, llenos y tiernos como una granada se parten tan solo un poco, dejando entrever dientes aperlados. "Ven," me ha dicho, así que he venido. Erandi tiene piel de cobre, de cacao, de tierra fértil como aquella en la que yace. Cuando la besa el sol, destella con la luz del astro rey, mujer de oro rojo y fuego. En la sombra del ahuehuete, semeja ella al mismo árbol, sus anchas caderas y esbelta figura alguna vez coronadas por una melena de cabello jade, un remolino de tonos turquesa a medio camino entre el verdor del árbol y el regio plumaje del quetzal. La ha cortado ahora, sus sienes y orejas descubiertas tras la poda, y el viento juega entre los pequeños rizos que ha dejado en su lugar. He venido a ella, y ante ella he de permanecer. "Siéntate," me dice ahora, así que me siento frente a ella. Erandi sigue sin abrir los ojos, su respiración tranquila apenas audible bajo el aliento del dios. Los labios se abren para otra instrucción. "Escucha." Así que escucho. El viento llena mis oídos, sus soplos recorriendo mi cabello y mi ropa. Lo escucho mientras va, mientras viene. Las ramas sobre nuestras cabezas se agitan, se estremecen, pero no es este viento de tempestad. Es un rumor, un rezo, un canto. "Escucha," dice Erandi, y entiendo las palabras que viajan con el vaivén de la Serpiente. Y al entender, mi alma viaja con el viento. "Dime," Erandi me cede la palabra. "Escucho al viento nacer en el sur, donde su nombre es Kucumatz. Sobrevuela la selva, dominio suyo y de su gente, los viejos templos recorridos aún por el eco de su nombre." Erandi asiente con lentitud, sus ojos cerrados viendo a través de los míos, sus oídos aún sobre las espaldas del viento. "Dime," insiste, y hablo: "Escucho al viento llamado Huracán. Su paso es trueno y desolación; su espejo gentileza y abundancia: Kukulkán. Adopta la forma de la Serpiente, quien danza adornada por el sol." Los labios de Erandi se curvan hacia arriba, dientes blanquecinos asomando al repetir ella: "Dime." "Escucho al viento-hecho-sol sobre Teotihuacán, Ciudad de los Dioses, donde el morir y renacer del hombre yace escrito en piedra y sangre. Su nombre es Quetzalcóatl-Ehécatl, su gemelo el Lucero de la Tarde y el ajolote. No robará huesos al Señor del Mictlán; el Sexto Sol no ha aún de nacer." "¿Y aquí?" no es ahora una petición la que hace Erandi, sino una pregunta. Medito unos instantes, la suave voz del viento dictando en mis oídos aquello que he de responder. "El viento que sopla sobre esta tierra no tiene nombre, no tiene rostro, pero canta. Canta sobre los lagos y los ríos, a través de las montañas y los bosques, los campos y los pueblos. Canta y habla: los dioses de esta tierra tienen nombre y rostro, pero no palabras, así que el viento ha de prestarles las suyas." Sonríe, complacida. El viento la acaricia, y ella lo acompaña a donde va. Al fin, sus ojos se abren, dos piezas de bronce templado en la forja de la sabiduría. Aún hay algo que desea, puedo sentirlo, y su boca una vez más murmura su voluntad. "Cierra tus ojos," pide ahora Erandi, así que los cierro. El susurro del viento lleva consigo el aroma de Erandi, canela y tierra, pero son sus labios quienes traen con ellos su calor: suave, tierno… el aliento de Erandi me envuelve, me atrapa, entrelazado con el mío conforme nuestras bocas se unen; el viento que llevamos dentro ahoga incluso la voz del tifón. Permanecemos ahí, bajo el árbol sagrado, unidos, inmersos, el mundo tan lejano como el firmamento. Nuestros labios se rozan, nuestros cuerpos se abrazan, nuestros espíritus emprenden el vuelo. Y sobre nuestro aliento, sobre el cálido viento que nace de dos amantes, transitan aún los murmullos de los dioses. |
Erandi awaits me at the shade of the ahuehuete, legs crossed and eyes closed. "Come," she has said to me, so I have come. Long shadows are cast by the ahuehuete; its trunk, thick like a column, holds the water rain gifts it; on its branches, green and alive, frolics the wind, breath and attribute of the white, bearded god, the Feathered Serpent. "Come," says Erandi without opening her eyes. Her abundant lips, full and tender like a pomegranate, open just a bit, flashing a glimpse of pearly teeth. "Come," she has said to me, so I have come. Erandi's skin is made of copper, of cocoa, of fertile earth like the one on which she lies. When the sun kisses her, she radiates with the light of the king aster, a woman made of crimson gold and fire. At the shade of the ahuehuete, she resembles the tree itself, wide hips and slender silhouette once crowned by a mane of jade hair, a whirlpool of turquoise halfway between the tree's verdure and the kingly plumage of a quetzal. She has cut it short now, her temples and ears uncovered by the pruning, and the wind frolics in the small curls she has left in its place. I have come to her, and before her I shall remain. "Sit," she now tells me, so I sit before her. Erandi still does not open her eyes, her calm breathing barely audible under the breath of the god. Her lips part for another instruction. "Listen." So I listen. The wind fills my ears, its gusts coursing through my hair and my clothes. I hear it as it goes, as it comes. The branches over our heads shake, they quiver, but this is not the wind of tempest. It is a rumour, a prayer, a chant. "Listen," says Erandi, and I understand the words that travel with the Serpent's undulations. And as I understand, my soul journeys with the wind. "Tell me," Erandi cedes me the word. "I hear the wind being born in the south, where his name is Kucumatz. He flies over the forests, his and his people's domains, the old temples still traversed by the echo of his name." Erandi nods slowly, her closed eyes seeing through mine, her ears still riding with the wind. "Tell me," she insists, and I speak: "I hear the wind called Huracán. His wake is thunder and desolation; his mirror is gentleness and abundance: Kukulkán. He takes the form of the Serpent, who dances adorned by the sun." Erandi's lips curl upwards, white teeth peering as she repeats: "Tell me." "I hear the wind-made-sun over Teotihuacán, City of the Gods, where the death and rebirth of man lies written in stone and blood. His name is Quetzalcóatl-Ehécatl, his twin is the Evening Star and the axolotl. He will not steal bones from the Lord of Mictlán; the Sixth Sun is not yet to be born." "And here?" it is not a request what Erandi asks now, but a question. I meditate for an instant, the wind's soft voice dictating in my ears that which I am to answer. "The wind that blows over this land has no name, has no face, but he sings. He sings over the lakes and rivers, through the mountains and forests, the fields and villages. He sings and talks: the gods of this land have names and faces, but not words, so the wind must lend them his own." She smiles, pleased. The wind caresses her, and she joins him where he goes. At last, her eyes open, two pieces of bronze tempered in the forge of wisdom. There is still something she desires, I can feel it, and her mouth once more murmurs her will. "Close your eyes," now asks Erandi, so I close them. The wind's whispering brings with it Erandi's aroma, cinnamon and earth, but it is her lips who bring with them her warmth: soft, tender… Erandi's breath envelops me, captivates me, intertwined with mine as our mouths come together; the wind we carry inside ourselves drowns even the typhoon's voice. We remain there, beneath the sacred tree, united, immersed, the world as far away as the firmament. Our lips touch, our bodies embrace, our spirits take flight together. And over our breath, over the warm wind born of two lovers, still tread the murmurs of the gods. |